domingo, 9 de octubre de 2011

Desencuentros



Lo vio repantigarse en el sillón del comedor como siempre. El televisor clavado en el noticiario y su mirada clavada en el televisor.
Cincuenta años en la misma casa - los mismos cincuenta años del mismo matrimonio y del mismo sillón-, habían dejado moldeada la marca indeleble de la silueta de Antonio, sobre la goma espuma que se adivinaba debajo del símil cuero de color negro.
No era ningún día especial para ellos, pero Eleonora había decidido preparar guiso de arroz con salsa de tomates y garbanzos, comida sencilla, pero al fin el plato favorito de Antonio.
Con el paso del tiempo los pies, las distancias, los utensilios de cocina, como casi todo, pasan a tener el doble de peso.
Caminó los kilómetros que la separaban de la cocina, colocó la cacerola con agua sobre una de las hornallas y dejó preparados el resto de los ingredientes. Regresó al living y Antonio seguía en el sillón.
Ya puse el agua Antonio, pero él no respondió al primer llamado. Antonio, ¿me escuchás?, nada. Al tercer llamado Antonio reaccionó, volteó la cabeza y la miró fijamente. Se levantó trabajosamente, y pasando frente a ella, intentó correr las millas que lo separaban de la cocina.
Vio la cacerola con agua, algunos ingredientes y un paquete con arroz desparramado alrededor sobre la mesada. Pero en el piso… En el piso yacía desplomado el cuerpo de Eleonora.
Pensó, Tengo que llamar una ambulancia. Desanduvo las millas hasta el living adonde estaba el teléfono. Pero al llegar al comedor, sobre el sillón negro, se vio a sí mismo repantigado en el sillón con la mirada clavada en el televisor, que a esa hora ya estaba trasmitiendo la telenovela diaria.
Instantáneamente lo comprendió todo, incluso el porqué de ese terrible y penetrante olor a gas.  




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lunes, 26 de septiembre de 2011

Criaturas de Dios

     Alejandro había salido a trabajar como todas las mañanas y Mariana, como todas las mañanas pero desde hacía unos meses, estaba en su casa con Pilar, la pequeña bebé de la joven pareja.
    Recostada en el sofá del living, amamantaba a su retoño mientras hacía zapping. Detuvo la innecesariamente anglosajona acción al llegar a un canal de documentales, especial: animales del África.
    Pilar seguía prendida a su pecho como si se tratara de la última cena, y no de uno de sus primeros desayunos.
    La TV proyectaba jirafas, leones, elefantes y toda clase de animales y alimañas del relegado continente. Las representaba mientras una voz en off (recalco, innecesariamente) ilustraba las escenas, narrando las costumbres de las exóticas criaturas. Hablaba: de cómo las leonas protegen a sus crías, de cómo los elefantes se revuelcan para refrescarse en cualquier charco, río, arroyo y etcétera que encuentren, de cómo los monos trepan a los árboles o pelan las bananas con sus colas…
    Al llegar a las serpientes, Pilar ya dormía como un angelito. Mariana apartó de un manotazo a un mosquito que amenazaba con hincar su cruel aguijón en la delicada carita de la bebé, la retiró suavemente de su pecho y la colocó lentamente en el moisés. Todavía le faltaba terminar con algunas tareas del hogar.
    Una vez que hubo corroborado que la bebé dormía plácidamente, colocó el mosquitero y se dispuso a doblar sobre la mesa, la ropa lavada el día anterior. Mientras plegaba la primera camisa, recordó pícaramente la noche de sexo que su marido le había prometido para esta noche, cuando en el silencio de la casa prorrumpió la exclamación: ¡Qué loco estos bichos, qué instinto que tienen…!








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domingo, 11 de septiembre de 2011

Y un día…

La primera vez que se vieron, la conexión entre ambos no fue completa. Quizás tanto tiempo siendo dos medias almas vagando solas, los había dejado fuera de práctica.
Él era un alma en pena, un fantasma encerrado en un cuerpo muerto desde hacía años, a causa de heridas y ausencias repetidas. Muerto en vida, habitaba un Universo paralelo, delimitado por las cuatro o cinco paredes de su casa.
Ella era el puente necesario para conectarlo al mundo exterior. El nexo indispensable para hacer realidad el mito platónico del andrógino, aquél por el cual Zeus partió al medio a los seres, y por ello la misión vital de cada persona, sería buscar a su otra mitad para volver a ser sólo uno. En aquel primer encuentro, sin entregarse aún el uno al otro, algo habían presentido…
Los encuentros se sucedieron y el cuerpo inerte de nuestro protagonista se fue revitalizando paulatinamente. Cada encuentro fue un golpe de energía, un ir naciendo de a mágicos momentos.
Ella era un alma viva (herida, pero viva), habitando en un cuerpo vivo que irradiaba energía  desde cada rincón de su existencia. Su sonrisa, su voz, eran pequeños destellos que perforaban la coraza-cuerpo de nuestro hombre, reconstruyéndolo poco a poco, desde el centro de su media alma hacia el afuera.
Su media alma, que había vivido oprimida por la vetustez del desvalido envase, comenzó a aflorar, y su inmanente voluntad de hallar su otra mitad necesaria, se hizo patente.
Entonces, los encuentros se fueron sucediendo, cada vez más seguidamente. Y entre llantos y algunas discusiones, su amor y sus almas se hicieron un lugar para el encuentro. En el Universo donde antes cabía uno solo, ahora cabían dos.
  Y un día, encontraron la puerta que daba hacia el mundo exterior. Caminaron juntos, y al traspasar la salida, ya eran una sola alma viviendo en dos cuerpos. 



Ignacio M. Pis Diez Pelitti



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domingo, 28 de agosto de 2011

Habrase visto

Habrase visto cosa semejante,
que el más colosal de los elefantes,
pequeño queda ante la altura
de los bríos y de la bravura,
de la mujer que hoy tengo delante.

Valiente, decidida, arrogante.
Su aparente pequeña estatura,
no resta vigor a su talante,
ni mella en nada a su hermosura
que ilumina todo en un instante.

Habrase visto y veo, que su dulzura
y sus buenas artes de amante,
me llevan hasta una hermosa locura
como no viví nunca antes;
y que sus manos todo lo curan:
hasta las mañas de este delirante.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti


                                                        





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martes, 23 de agosto de 2011

Pasaje hacia el otro lado

Un instante y el tiempo parece flotar, suspendido alrededor de la cabeza, en torno al todo en que la burbuja espesa de cada universo pequeño y limitado, envuelve y acoraza a eso que algunos llaman el sujeto.
Un instante, metafísico, permanente y eterno, y el segundo que dura es infinito. Y la vida pasa frente a nuestros ojos, frente a la mirada de los ojos que decimos que son los nuestros.
Todos los tiempos y todos los lugares del mundo, se funden en un punto circular que se suspende cual espada de Damocles, como la voz de la conciencia: giratorio, centrífugo y centrípeto; pasado, presente y futuro, todos los tiempos y ninguno a la vez.
Instante. Momento perpetuo en que todas las energías provienen de la nada y se transforman, cada una de ellas, simultánea y recíprocamente en todas las formas de energía posibles.
 Y la sensación es como un destello, un relámpago encandilador que sacude, que golpea en un terrible shock revelador.
La máquina se detiene, y la señal sonora advierte con su agudo ruido que todo terminó, al menos de este lado de la vida.
Una enfermera corre, anota la hora del deceso en su planilla, y el mundo ya no es el mismo porque uno se nos fue, y otros tantos vendrán pero no ocuparán su espacio, sino cada cual el lugar y el tiempo propios de cada sujeto:
 Ese espacio mínimo y limitado, donde cada uno contempla y sostiene su círculo de luz.






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miércoles, 10 de agosto de 2011

Breve consejo


No escribas la historia del mañana
con el lápiz aún intacto del hoy.
No adelantes el futuro y nuestras ganas,
si todavía no sé ni a dónde voy.
Que si estás en donde estoy,
no son ni serán vanas,
las caricias que hoy te doy.






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martes, 2 de agosto de 2011

Plegaria


¿Qué tengo que hacer
si el suspiro en mis labios,
no tiene suficiente fuerza
para llegar a tus oídos?

¿Cómo atrapar en el aire
los sueños desmoronados,
que violentamente caen
sobre mi cuerpo desvalido?

¿Hacia dónde dirigir mi llanto,
si aunque estás en todos lados,
dicen que soy tu hijo?

¿Qué tengo que hacer,
Dios mío,
para que escuches
la razón de mis pedidos?


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti







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miércoles, 20 de julio de 2011

Cuando estás


Cuando estás,
no siempre uno y uno son dos.
Pero cuando te vas,
yo me quedo en menos diez y sin vos.

Sos la luz que dice conocer,
aquel que ya alcanzó
esa pequeñita cosa,
y a la vez maravillosa,
que algunos llaman amor,
donde dos almas se funden,
y otros tantos la confunden
con el más trivial placer.

Cuando estás,
no siempre estamos los dos.
Pero si te vas,
yo me siento triste, solo y con temor.






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domingo, 29 de mayo de 2011

Instante


Me quedé sintiendo
tu tacto perfecto.
Tus dedos corriendo
hasta el confín de mi cuerpo.

Mi mirada perdida,
sin noción del tiempo.
Mi mente, vacía;
lo demás, sentimientos.

Tu pregunta sabida
rompió el silencio,
y entregándote mi vida
me sumergí en tus besos.


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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sábado, 21 de mayo de 2011

Y ya nada...


Tantas veces tu nombre en el viento,
arrastrando pasados que no han de volver.
Retazos de sueños, esquirlas de tiempo
que hieren el alma de pesado ayer.

Y un sueño en la cama
entrelazando dos cuerpos
sesgados de miedo
en la madrugada
intentan volver,
diciendo palabras
robadas de un cuento
de amor, y ya nada
los hace temer.

Un millón de veces, dolor hecho hielo,
helando en el alma, doliendo en el Ser.
Pedazos de encuentros, que no son ni recuerdos
se pierden y escapan, para nunca más volver.







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miércoles, 20 de abril de 2011

Ya no

Miro a través del cristal difuso de mis iras,

tus ojos desdibujados por el esmeril de los días.

Y desde tu mirada-reflejo, se asoma y me mira

el pasado que se burla de mi melancolía.

La soga de la duda, de mi cuello tira,

porque el sueño más bello se volvió utopía;

trocó en espejismo, una grosera mentira,

llevándose lejos, todo lo que te quería.


Por el cristal del tiempo, tú ya no me miras.

Tus ojos huyeron de mi brutal osadía.

Eternamente el círculo de la vida, gira

sobre el eje constante de una triste ironía.


Los miedos de siempre, en mi nuca respiran,

en una punzante y extensa agonía.

Mi cuerpo se agota y mi mente delira…

y el paso del tiempo empañó la alegría.






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martes, 15 de marzo de 2011

De historias y reflejos


Cuando Patrick enfermó, sus doctores no supieron dar con un diagnóstico acertado. A fines del Siglo XVIII en Alemania, la medicina no se encontraba aún en un nivel de conocimiento lo suficientemente avanzado como para detectar, y en muchos casos ni siquiera nombrar, a cierta clase de enfermedades. Sobre todo las que son de índole psicológica.
Desde una óptica axiológica actual, podría acusarse de retrógrados a los profesionales de la medicina de aquel entonces, pero claro está, que ubicándonos en su tiempo, nos estaríamos retrogradando nosotros.
Recordemos que, todavía hacia el siglo XIX, los enfermos mentales eran encerrados en siniestros albergues, en los cuales eran sometidos a lo que en aquella época se conocía como "tratamientos morales”, sin más justificativos que los de tener por fin reducir la "confusión mental" y "restituir la razón" de los enfermos
Recién hacia fines del siglo XIX, justamente, fue que surgió por primera vez el concepto de "enfermedad mental”, y la psiquiatría daría su salto definitivo hacia la órbita de la medicina. Fue en 1896, que Emil Kraepelin, diagramó un sistema de identificación y clasificación de los problemas mentales, base vigente de los modernos estudios psiquiátricos.
Lo cierto es que Patrick estaba cada vez más enfermo, y si bien presentaba eventualmente notorias mejorías, las recaídas eran cada vez mayores, situación ésta que mantenía conmocionada a toda su familia, en especial a su padre Frederick.
El 16 de marzo de 1795, Patrick falleció inesperadamente por la noche, mientras se hallaba durmiendo. Su cuerpo fue hallado inerte, tal y como había sido visto por última vez: recostado boca arriba en su lecho. Junto a la cama, tirado en el piso, yacía también el cuerpo ya sin vida de Frederick.
Al día siguiente, conmocionada toda la casa y constituidos la policía y los médicos en el lugar, se llegó a la conclusión de que Frederick -al no resistir ver a su primigenio muerto- habríase quitado la vida mezclando varios medicamentos de los que tomaba a su hijo para su tratamiento (cuyos frascos se hallaban destapados en el pequeño boticario emplazado en la habitación de Patrick). Nadie prestó atención en aquel momento, al libro que se encontraba apoyado sobre la mesa de luz.
Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchausen (Bodenwerder, 11 de mayo de 1720 – ídem, 22 de febrero de 1797), fue un barón alemán que en su juventud sirvió de paje a Antonio Ulrico II, duque de Brunswick-Lüneburg y más tarde se unió al ejército ruso. Sirvió en dicho ejército hasta el año 1750 y participó de dos campañas militares contra los turcos. Sin embargo, es más famoso por haber narrado a su regreso de la guerra, una serie de asombrosas historias, por no decir inverosímiles. Estas increíbles proezas, incluían haber montado sobre una bala de cañón, realizar un viaje a la luna, o salir de un pantano jalando de su propia cola de caballo.
La curiosa inventiva del escritor Rudolf Erich Raspe, dio con la creación de un personaje literario, una obra mezcla entre lo descomunal y el antihéroe; simpático y gracioso en algunas ocasiones; penoso en otras.
Dicha obra fue publicada por primera vez en Londres en el año 1785, bajo el título de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen (The Surprising Adventures of Baron Münchhausen);. Constituye actualmente un obligado mito de la literatura infantil a quien deben su herencia, entre tantas otras obras, la del Quijote de La Mancha y de Los viajes de Gulliver.
Habría de pasar mucho tiempo hasta que la psicología tributara su homenaje al barón, cuando configurara la caracterología del “Síndrome de Münchausen por poder”, también conocido bajo su denominación anglosajona, como “Münchausen Syndrome by power o by proxy”. Se lo presenta como una forma de maltrato infantil por proximidad. Es una perturbación por la que una persona intencionadamente causa lesión, enfermedad o desorden a otra persona, con el objeto de llamar la atención o lograr cualquier otro rédito personal. El “Münchausen por poder” ha sido descrito por muchos autores del gremio del psicoanálisis y de la psiquiatría, como uno de los modos más perjudiciales de abuso infantil. El perpetrador suele ser el padre, madre, tutor o su cónyuge; y la víctima suele ser un niño o adulto vulnerable. La mayoría de los casos involucran la inducción de la enfermedad física, aunque también es posible la inducción de condiciones que aparentan ser genéticas, o de desorden psicológico.
A fines del año pasado, viajé por negocios a Alemania, más precisamente en la localidad de Bodenwerder, y allí me hospedé en la casa de un amigo. En ocasión de este viaje, de entre todos los paseos en los que gentilmente me acompañó y guió mi camarada Imre -si bien todos muy atractivos y edificantes-, me llamó la atención la travesía que realizamos el día en que él me condujo hasta una pequeña plazoleta, en la que se halla emplazada una estatua del barón de Münchausen.
Lo curioso no es sólo esto, sino el hecho de que Imre me relatara la historia de su antepasado Frederick, el “tío loco” lejano que había asesinado a su propio hijo y luego se había quitado la vida. Me contó, que si bien por aquél entonces, las conclusiones médicas y policiales habían sido otras, él llegaba a la inferencia de asesinato seguido de suicidio, basándose en un hecho curioso que le había acontecido: revisando unas vetustas cajas de cartón que pasaron de generación en generación, atiborrando cada posible rincón de las casas de toda su familia, había hallado un libro que no pudo dejar de llamarle la atención. Ese libro era una edición inglesa de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen y que, a poco de leer la rúbrica y la dedicatoria en la retiración de la tapa anterior, podía leerse claramente, que dicho volumen había pertenecido a su remoto pariente Patrick y que a éste le había sido obsequiado por su padre Frederick, “el tío loco”, como él lo llamaba por repetición transgeneracional.
Allí mismo, parados sobre la plazoleta, contemplando la estatua del barón, fue que Imre dejó caer, la que en aquel momento me pareció descabellada versión, de que los psicólogos de antaño, habían tenido de algún modo acceso a la historia antigua de su familia (familia de renombre en Alemania, por cierto) y que con sutil ironía, habían nombrado al famoso síndrome bajo el apellido Münchausen, no como decía la versión original tributando al barón, sino haciendo una mal disimulada referencia a los hechos en los que los antepasados de Imre se habían visto envueltos. Hechos que por lo demás, también habían dado lugar a toda clase de mitos, historias y teorías, durante años y años, en Bodenwerder y sus zonas aledañas.
En conclusión, Imre me dijo que estaba seguro de que su “tío loco” había asesinado a su hijo primigenio, se había quitado la vida, y que muchos años después, por obra del boca en boca, habrían culminado por bautizar al síndrome con el nombre del libro que perteneció a su remoto antepasado.
Le pedí a Imre que me prestara el libro, si aún lo conservaba, y como al día siguiente yo debía partir de regreso a la Argentina, me lo prestó bajo la solemne promesa de regresárselo intacto cuando efectuara mi próxima visita, o cuando el viniera para aquí.
No comencé a leer el libro sino hasta anoche, algunos meses después de mi visita a Alemania. Mi mujer dormía a mi lado y los chicos –mis hijos Jazmín y Patricio-, habrían de estar durmiendo en su cuarto, que es contiguo al nuestro. Al llegar a la página 30 del libro, me llamó la atención la siguiente nota, casi ilegible por el irremediable paso del tiempo, escrita con pluma:
El Escritor de los Diez Nombres, transcribirá esta nota en el Libro de los Rostros, antes de la decimoséptima luna del décimo mes consagrado a Marte del XXI siglo cristiano; dará muerte a su primigenio y cerrará así el círculo de los muertos de todos los tiempos. La Historia es un espejo.”
Mañana -miércoles 16 de marzo de 2011- tengo turno a primera hora con un psicólogo que me recomendó un amigo. ¿Terminará allí la historia...?



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martes, 8 de marzo de 2011

Si al final


Hay una luz encendida al final

de un sinuoso y extenso camino,

extinguiéndose en la oscuridad

de un incierto y difícil Destino.


Y entre las paredes desabridas

de ese laberíntico y largo sendero,

que hoy mis lágrimas mojan,

está encerrada la mujer de mi vida,

está oprimido su corazón por el miedo.


Y aunque la duda hoy me arroja

hacia el abismo de lo perplejo,

se sabe que llegan más lejos

aquellos que de a dos caminan,

y junto a ella quiero dar mis pasos.


Y si esa luz, finalmente ilumina,

que ilumine el camino hasta sus brazos.


Ignacio M. Pis Diez Pelitti







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jueves, 24 de febrero de 2011

Espesura

Las horas no se disuelven

en las aguas de la espera.

Y él, se desespera

porque el dolor lo revuelve.


¿Y si ella no vuelve?

Vivirá su vida entera

en esta angustia que lo envuelve.


Son simples las rimas,

pero es difícil ser él.

Cuando el dolor te oprima,

podrás comprender.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti







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miércoles, 16 de febrero de 2011

Me pregunto y afirmo


¿Serán acaso las lágrimas que se derraman por tus mejillas, un dios sentencioso que me está llamando al silencio?

¿Serán tus palabras de dolor, con la voz temblando por el alma desgarrada, el freno fatal a mi estupidez irrefrenable?

¿Será el amor, el recinto que me refugiará en su calor, sosegando la locura sin nombre que hace tanto tiempo me agobia?

¿Serán las últimas batallas de mi Yo contra mí mismo, las que finalmente acaben por vencer, sin daño a terceros?

¿O quizás los enemigos invisibles e invencibles acabarán doblegándose ante la Razón en cualquiera de sus formas?

¿Dónde están los límites?, ¿Por qué no me detengo?

Demasiados interrogantes para una sola exclamación:

¡Basta!



Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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Sumario de un día cualquiera


Como todos los días, el despertador sonó a las 6:30 a.m. Osvaldo siguió durmiendo hasta las 7:23 a.m.

En la esquina de avenida 7, esquina 40, hay dos semáforos que habilitan al cruce de vehículos que circulan por las dos calles que conforman la encrucijada.

Como todos los días, a las 7:25 a.m, el semáforo que habilita el paso de los vehículos que vienen por calle 40, se pone en rojo y, segundos después, se pone en verde el que habilita el paso de los vehículos que vienen por la avenida 7.

A las 7:25, Osvaldo escuchó desde la cocina de su departamento, una frenada violenta, seguida de un estrepitoso impacto de ruido metálico. Entre que caminó hasta el balcón, enrolló la persiana y salió a mirar, se hicieron las 7:27 a.m.

Desde el piso 6 pudo ver con casi inusitada claridad, la trágica escena: un automóvil, que seguramente vendría a gran velocidad por avenida 7, había quedado incrustado contra un poste de luz, situado a unos 20 metros del lugar donde ambas calles se cruzan, apuntando en dirección a la calle 41; y otro automóvil, de mayor porte, había quedado aplastado contra la parada de colectivos que está sobre la avenida 7, mano que sube hacia 41.

Osvaldo dedujo que alguno de los dos autos, habría pasado con la luz del semáforo estando en rojo, y que el que venía por calle 40, al intentar esquivar al que venía por la avenida, habría impactado contra la parte trasera del mismo, y habría sido expulsado hacia la parada de colectivos; el otro habría perdido el control y, por la gran velocidad a la que vendría, había terminado en el lugar donde ahora Osvaldo lo veía incrustado.

A las 7:30 a.m., la curiosidad venció a Osvaldo, entonces se vistió y decidió bajar hasta la esquina a mirar la escena, de prisa. Al llegar, ya se hallaban en el lugar dos patrulleros policiales con sus cuatro respectivos policías, a la espera de una ambulancia, y varios vecinos curiosos merodeaban el lugar con expresión atónita en sus rostros.

A las 7:45 a.m., llegó una ambulancia al lugar del siniestro, y los enfermeros y el médico que en ella venían, se dispusieron raudamente a socorrer a los conductores de ambos vehículos. Fue justamente cuando socorrían al vehículo de la parada de colectivos, que descubrieron el cuerpo de una mujer destrozado entre los fierros del auto y los fierros retorcidos de la parada de colectivos. La mujer había fallecido en el acto, dijo el médico.

A las 6:30 a.m, ese mismo día, sonó la alarma del despertador que Esther ponía todos los días a la misma hora, desde hacía más de veinte años, para poder tomar el colectivo a tiempo, para ir a trabajar en el Ministerio. Se levantó sigilosamente para no despertar a Osvaldo, y a las 7:23 a.m. ya se hallaba esperando el colectivo en la parada de avenida 7, esquina 40.








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lunes, 24 de enero de 2011

De todos los días


Carla tenía veintipico de años, trabajaba de secretaria, tenía voz dulce, sabía mentir, sonreír, hacer pucheritos, y mordía las biromes de forma sensual. Ricardo tenía cincuenta y pico de años, era un profesional responsable, respetuoso, cortés, trabajador incansable, buen padre, y estaba casado desde hacía más de veinte años con Patricia. Patricia era apenas menor que Ricardo, contadora, mujer elegante, instruida, simpática, madre ejemplar de dos hijos, y una esposa ideal. Ricardo y Patricia salían cada mañana de su casa a trabajar, cada uno a su oficina, y los chicos se iban al colegio en el transporte escolar. Patricia sabía que Carla existía y que trabajaba con Ricardo, lo celaba sutilmente, y él eludía sus embates con elogios románticos y desidia fingida hacia Carla, y aunque él se hacía mal el distraído, sabía muy bien que Patricia estaba atenta. Carla sedujo a Ricardo con los clásicos trucos de quien sólo desea trepar, y Ricardo, aun siendo el hombre inteligente que era, decidió sucumbir a los encantos de Carla, un poco por amor propio, y otro tanto por curiosidad. Años después se dio el anunciado divorcio que sigue a toda confesión, y la puesta al día con los reproches mutuamente callados por años. Ricardo alquiló un departamento diminuto y ruinoso, y Patricia y los chicos se quedaron en casa. Aun después del divorcio, Patricia siguió amándolo, por todo lo que él era. Carla estaba con él, por todo lo que él hacía o podría llegar a darle. Patricia lo entendía y lo aceptaba, tan sencilla y complejamente como se lo hace cuando se ama. Carla lo quería, pero nada más. Y aunque Patricia algunas veces sintió lástima y dolor por él, y asco hacia ella, lo respetó siempre y lo recibió en su hogar. Ricardo siguió amando por siempre a Patricia, pero estaba embobado por Carla, sintió cada tanto lástima por sí mismo, y se sintió mucha veces como un extraño en su antiguo hogar. Patricia se casó de nuevo con Alberto, un hombre bueno que la amaba, los chicos crecieron y se fueron, y muchos años después, ella envejeció y murió queriendo, pero sin amar jamás, a su segundo esposo. Ricardo murió mucho antes que Carla, jamás se casaron ni se amaron el uno al otro. Carla en seguida conoció a Alejandro, un hombre casado también, pero esta vez ella sí l o amaba en verdad. Alejandro le mintió a Carla durante años, prometiendo vanamente que dejaría a su esposa para estar sólo con ella. Diez años después, Alejandro murió, dejando otro hogar incompleto, en el que nunca se descubrió la mentira, y una amante de más cincuenta años de edad, sola, sin esposo, sin hijos, sin hogar, y que no pudo saber jamás lo que es el sano y verdadero amor.






Ignacio M. Pis Diez Pelitti



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