Un instante y el tiempo parece flotar, suspendido alrededor de la cabeza, en torno al todo en que la burbuja espesa de cada universo pequeño y limitado, envuelve y acoraza a eso que algunos llaman el sujeto.
Un instante, metafísico, permanente y eterno, y el segundo que dura es infinito. Y la vida pasa frente a nuestros ojos, frente a la mirada de los ojos que decimos que son los nuestros.
Todos los tiempos y todos los lugares del mundo, se funden en un punto circular que se suspende cual espada de Damocles, como la voz de la conciencia: giratorio, centrífugo y centrípeto; pasado, presente y futuro, todos los tiempos y ninguno a la vez.
Instante. Momento perpetuo en que todas las energías provienen de la nada y se transforman, cada una de ellas, simultánea y recíprocamente en todas las formas de energía posibles.
Y la sensación es como un destello, un relámpago encandilador que sacude, que golpea en un terrible shock revelador.
La máquina se detiene, y la señal sonora advierte con su agudo ruido que todo terminó, al menos de este lado de la vida.
Una enfermera corre, anota la hora del deceso en su planilla, y el mundo ya no es el mismo porque uno se nos fue, y otros tantos vendrán pero no ocuparán su espacio, sino cada cual el lugar y el tiempo propios de cada sujeto:
Ese espacio mínimo y limitado, donde cada uno contempla y sostiene su círculo de luz.
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