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martes, 17 de julio de 2012

Zaguán


El zaguán como antesala. El zaguán que nos recibe y nos despide ambiguamente. Polivalente. Ahí donde nacen amores y mueren a veces los sueños de casa grande de familias enteras. Donde el beso furtivo es interrumpido por una intermitente luz censora y delatora. Quizás zaguán de concepción, o zaguán hogar de los sin hogar. "Homeless": cuarto sin casa, reducto confinado al andar pasajero, paragüero, entrada- salida y a la vez ninguna habitación. Za- one. Uno y casi ninguno a la vez.


Ignacio M. Pis Diez Pelitti


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El protagonista


  Cuando el famosísimo actor Juan Tomassi se enteró de que a Yésica Araujo le habían agregado parlamentos en el libreto de la obra que estaban preparando, y que por ende, habían suprimido algunos de los que les correspondían a él,  entró instantáneamente en una crisis de nervios total. Discutió con el director y sus asistentes e insultó a cada uno de los presentes.
    Hecho un torbellino de furia desquiciada, y no queriendo entender razones con nadie, salió enérgicamente del escenario hacia su camarín.
    Detrás de él, corrieron todos los miembros y personal de la obra, a excepción de Yésica y su maquilladora Sara, que se habían retirado a su propio camarín.
    Sentado y rodeado de una pequeña multitud de gente que intentaba calmarlo, Juan continuó profiriendo toda clase de insultos y amenazas a los gritos, repitiendo sin parar: ¡YO soy el protagonista! ¡YO soy el protagonista, no ella!
   Lamentablemente acostumbrados a esta clase de berrinches por parte de Juan, pero siendo éste figura imprescindible para la obra, todos continuaron intentando calmarlo condescendientemente, algunos casi con lástima.
    Las cosas continuaron así durante unos cuantos interminables minutos, hasta que llegó Sara al camarín de Juan, y se abrió paso a los empellones entre todos los presentes.
    Sara se clavó de pie frente a Juan, que la miraba con gesto sobrador esperando sus palabras. Ella inclinó su cuerpo hasta quedar su cara a un centímetro de la de Juan, y gritando, desafiándolo burlonamente, le dijo: ¿Acaso no te das cuenta que VOS sos el protagonista? Yésica acaba de quitarse la vida con unas pastillas que se tomó en un descuido mío, mientras TODO EL MUNDO, e incluso el narrador de este relato, no han hecho más que hablar de lo que a VOS te pasa…


Ignacio M. Pis Diez Pelitti


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martes, 15 de mayo de 2012

Mundo animal



El animalito corre en su artefacto incesantemente giratorio, sin darse cuenta que no avanza. No sé si eso lo divierte, pero quizás.
Lo cierto es que corre, corre y no deja de correr. Hasta terminar exhausto, con la lengua afuera y casi  puede oírse  su corazón palpitando violentamente.
El animalito corre en su artefacto y yo lo miro desde afuera, a través del vidrio que me separa de él. Pecera- frontera entre mi mundo y el suyo.
Me quedo mirándolo por un rato más y descubro, pegado en un ángulo del cubículo vítreo, un cartel que dice Consultar aquí por clases de aerobics.
Me apiado por un rato, digo hacia mis adentros “Pobrecito”, y vuelvo a mi hueco del árbol, a seguir con mi monótona y sin sentido vida de roedor. 



Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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lunes, 2 de abril de 2012

Así



Metemos a nuestro día de nacimiento, nuestros primeros pasos, el primer día de clases en el Jardín de Infantes, el día que aprendimos a andar sin rueditas en la bici, el primer día de Colegio primario, secundario y terciario o universitario, en la misma bolsa. Metemos también, en el medio, a todos nuestros afectos, caídas antológicas, anécdotas risueñas o trágicas, amores y desamores, éxitos y fracasos, nuestros recuerdos y nuestros olvidos, las palabras que sobraron y las que no dijimos, los trabajos que tuvimos y los que nos hubiera gustado tener, tal vez hijos, tal vez nietos también, y un buen día envejecemos y morimos, o morimos antes de envejecer, y entonces decimos “Así es la vida”. Esa bolsa única que es la vida, y que no tiene límites para meter en ella todo lo que cada uno pueda meter. Y si algún erudito o escéptico, ante la tajante  y sagaz máxima, viniera a preguntarnos socarronamente “¿Así cómo, es la vida?, pues le diríamos “Así”. Y que lea esto, ¿o acaso no entendiste nada?





Ignacio M. Pis Diez Pelitti 



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lunes, 9 de enero de 2012

Uma se deprime a las siete



Uma se deprime a las siete. Todos los días cuando el sol comienza a caer, deambula triste por la galería trasera de la casa. La mirada perdida, los ojos tristes en su pequeña cabecita sostenida por un cuerpecito desvaído y tembloroso, y un pesadumbroso andar.
De vez en cuando una mano amiga le tiende un plato de comida y algo de beber. De vez en cuando también sueña con la Libertad.
Tanto tiempo viviendo en cautiverio le ha hecho perder el ímpetu de su primera juventud, cuando el correteo y el frenesí estaban siempre a la orden del día.
Hoy las cuatro paredes que delimitan su encierro, son su hábitat natural. Entonces una hendija, una brisa de aire que se cuela como intrusa irrumpiendo en el mal disimulado redil al que fue confinada, bastan para que la ilusión se haga presente en el lugar y la invite a jugar un rato.
Pero todos los días, a las siete, Uma se deprime. Y busca. Camina de un lado a otro, intenta una truncada pesquisa, investiga todo en derredor, pero no halla la anhelada respuesta. Entonces retoma su lento andar y un brillo tierno como de lágrimas inunda sus ojos empañando su mirada.
Sus hijitos eran cinco e iban a ser dados en adopción cuando fueran lo suficientemente fuertes y su vida no estuviera en riesgo. Pero algo salió mal y la misma hendija que otras veces se tradujo en libertad, aquella vez tuvo por resultado a la atroz pérdida.
Una mano intrusa quizás, la inexperiencia de las recién nacidas criaturas o un descuido de la madre – o quizás todo esto junto-, y el catastrófico final: una madre sin los hijos que alguna vez fueron suyos, el amor sin corazón ni cuerpecitos ni almas donde colocarlo, y el mismo antiguo encierro que siempre fue suyo, devolviéndola a la nefasta combinación de instinto, amor y ausencia que toda madre desdeña y teme.
Uma se deprime a las siete. Y en sus adentros maldice con todo su ser el día en que a esa misma hora, los designios de esta perra vida, le arrebataron de su seno, de su mundo y de su vida, a su más preciado tesoro. Para instalar en su lugar a esta repugnante sensación de renguera y temblor incontenible que invaden hoy a su cuerpecito desvaído y su pequeño, acongojado, corazón.






Ignacio M. Pis Diez Pelitti 







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domingo, 1 de enero de 2012

De tiempo en tiempo



Guardó el auto en el garaje, atravesó caminando el living y entró al estudio.
Pasear en auto era, últimamente, la única forma que había encontrado para abstraerse un poco de la vorágine del mundo, y así inspirarse para poder escribir.
Ermitaño, bohemio, solitario, paria, sentía que vivía fuera de tiempo. Como una anacrónica alma alimentada de valores obsoletos que le impedían gozar del devorador mundo actual.
La realidad contrastaba sistemáticamente con sus creencias. El desfasaje  entre su deber ser y el concreto ser de estos días, se le volvía cada vez más insoportable.
Colocó la silla frente al escritorio y comenzó a escribir en su notebook:
“Si tan sólo pudiera viajar en el tiempo, sería fácil llevar hacia atrás el ropaje de mi vida, y conseguiría que el vetusto  acervo que cargo hoy como cruz sobre mis hombros, se adaptara al tiempo en que debí ser”.
Sus amigos, su familia, todos allá afuera eran actores de su propio tiempo, y hasta Teodoro –el pastor alemán que ahora merodeaba inquieto olfateando la alfombra del estudio- parecía adaptarse a todo: a los alimentos balanceados especialmente fortificados, a las pipetas matapulgas, y a todos los avances del mundo canino moderno.
Arrugó el papel con bronca, frotó la lapicera entre sus manos para mejorar el trazo, y ensayó otro intento:
“Corría el año 1875…” - ¡Pero no, carajo!- Imposible escribir algo bueno hoy.
Rompió en trocitos el segundo pergamino y lo arrojó al cesto de basura que descansaba a los pies del escritorio. Tercer intento:
“-Vida era la de antes- Aseveró Don Alberto con la mirada orientada hacia un pasado remoto, que debía estar situado aproximadamente sobre sus cejas…”
No había caso, hoy no estaba inspirado y el paseo no había dado ni remotamente los frutos esperados. Debería distraerse nuevamente dando otro paseo.
Guardó en el escritorio los papiros sobrantes, pasó la pluma por el papel secante, apagó la vela, le quitó el pabilo y desanduvo el camino hasta el establo, donde lo esperaba su fiel caballo zaino, que lo miraba expectante aguardando a ser apeado.
Sus dos obras literarias más importantes, fueron escritas en los años 1875 y 2012, respectivamente. O quizás haya sido al revés.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti















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domingo, 9 de octubre de 2011

Desencuentros



Lo vio repantigarse en el sillón del comedor como siempre. El televisor clavado en el noticiario y su mirada clavada en el televisor.
Cincuenta años en la misma casa - los mismos cincuenta años del mismo matrimonio y del mismo sillón-, habían dejado moldeada la marca indeleble de la silueta de Antonio, sobre la goma espuma que se adivinaba debajo del símil cuero de color negro.
No era ningún día especial para ellos, pero Eleonora había decidido preparar guiso de arroz con salsa de tomates y garbanzos, comida sencilla, pero al fin el plato favorito de Antonio.
Con el paso del tiempo los pies, las distancias, los utensilios de cocina, como casi todo, pasan a tener el doble de peso.
Caminó los kilómetros que la separaban de la cocina, colocó la cacerola con agua sobre una de las hornallas y dejó preparados el resto de los ingredientes. Regresó al living y Antonio seguía en el sillón.
Ya puse el agua Antonio, pero él no respondió al primer llamado. Antonio, ¿me escuchás?, nada. Al tercer llamado Antonio reaccionó, volteó la cabeza y la miró fijamente. Se levantó trabajosamente, y pasando frente a ella, intentó correr las millas que lo separaban de la cocina.
Vio la cacerola con agua, algunos ingredientes y un paquete con arroz desparramado alrededor sobre la mesada. Pero en el piso… En el piso yacía desplomado el cuerpo de Eleonora.
Pensó, Tengo que llamar una ambulancia. Desanduvo las millas hasta el living adonde estaba el teléfono. Pero al llegar al comedor, sobre el sillón negro, se vio a sí mismo repantigado en el sillón con la mirada clavada en el televisor, que a esa hora ya estaba trasmitiendo la telenovela diaria.
Instantáneamente lo comprendió todo, incluso el porqué de ese terrible y penetrante olor a gas.  




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lunes, 26 de septiembre de 2011

Criaturas de Dios

     Alejandro había salido a trabajar como todas las mañanas y Mariana, como todas las mañanas pero desde hacía unos meses, estaba en su casa con Pilar, la pequeña bebé de la joven pareja.
    Recostada en el sofá del living, amamantaba a su retoño mientras hacía zapping. Detuvo la innecesariamente anglosajona acción al llegar a un canal de documentales, especial: animales del África.
    Pilar seguía prendida a su pecho como si se tratara de la última cena, y no de uno de sus primeros desayunos.
    La TV proyectaba jirafas, leones, elefantes y toda clase de animales y alimañas del relegado continente. Las representaba mientras una voz en off (recalco, innecesariamente) ilustraba las escenas, narrando las costumbres de las exóticas criaturas. Hablaba: de cómo las leonas protegen a sus crías, de cómo los elefantes se revuelcan para refrescarse en cualquier charco, río, arroyo y etcétera que encuentren, de cómo los monos trepan a los árboles o pelan las bananas con sus colas…
    Al llegar a las serpientes, Pilar ya dormía como un angelito. Mariana apartó de un manotazo a un mosquito que amenazaba con hincar su cruel aguijón en la delicada carita de la bebé, la retiró suavemente de su pecho y la colocó lentamente en el moisés. Todavía le faltaba terminar con algunas tareas del hogar.
    Una vez que hubo corroborado que la bebé dormía plácidamente, colocó el mosquitero y se dispuso a doblar sobre la mesa, la ropa lavada el día anterior. Mientras plegaba la primera camisa, recordó pícaramente la noche de sexo que su marido le había prometido para esta noche, cuando en el silencio de la casa prorrumpió la exclamación: ¡Qué loco estos bichos, qué instinto que tienen…!








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domingo, 11 de septiembre de 2011

Y un día…

La primera vez que se vieron, la conexión entre ambos no fue completa. Quizás tanto tiempo siendo dos medias almas vagando solas, los había dejado fuera de práctica.
Él era un alma en pena, un fantasma encerrado en un cuerpo muerto desde hacía años, a causa de heridas y ausencias repetidas. Muerto en vida, habitaba un Universo paralelo, delimitado por las cuatro o cinco paredes de su casa.
Ella era el puente necesario para conectarlo al mundo exterior. El nexo indispensable para hacer realidad el mito platónico del andrógino, aquél por el cual Zeus partió al medio a los seres, y por ello la misión vital de cada persona, sería buscar a su otra mitad para volver a ser sólo uno. En aquel primer encuentro, sin entregarse aún el uno al otro, algo habían presentido…
Los encuentros se sucedieron y el cuerpo inerte de nuestro protagonista se fue revitalizando paulatinamente. Cada encuentro fue un golpe de energía, un ir naciendo de a mágicos momentos.
Ella era un alma viva (herida, pero viva), habitando en un cuerpo vivo que irradiaba energía  desde cada rincón de su existencia. Su sonrisa, su voz, eran pequeños destellos que perforaban la coraza-cuerpo de nuestro hombre, reconstruyéndolo poco a poco, desde el centro de su media alma hacia el afuera.
Su media alma, que había vivido oprimida por la vetustez del desvalido envase, comenzó a aflorar, y su inmanente voluntad de hallar su otra mitad necesaria, se hizo patente.
Entonces, los encuentros se fueron sucediendo, cada vez más seguidamente. Y entre llantos y algunas discusiones, su amor y sus almas se hicieron un lugar para el encuentro. En el Universo donde antes cabía uno solo, ahora cabían dos.
  Y un día, encontraron la puerta que daba hacia el mundo exterior. Caminaron juntos, y al traspasar la salida, ya eran una sola alma viviendo en dos cuerpos. 



Ignacio M. Pis Diez Pelitti



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martes, 23 de agosto de 2011

Pasaje hacia el otro lado

Un instante y el tiempo parece flotar, suspendido alrededor de la cabeza, en torno al todo en que la burbuja espesa de cada universo pequeño y limitado, envuelve y acoraza a eso que algunos llaman el sujeto.
Un instante, metafísico, permanente y eterno, y el segundo que dura es infinito. Y la vida pasa frente a nuestros ojos, frente a la mirada de los ojos que decimos que son los nuestros.
Todos los tiempos y todos los lugares del mundo, se funden en un punto circular que se suspende cual espada de Damocles, como la voz de la conciencia: giratorio, centrífugo y centrípeto; pasado, presente y futuro, todos los tiempos y ninguno a la vez.
Instante. Momento perpetuo en que todas las energías provienen de la nada y se transforman, cada una de ellas, simultánea y recíprocamente en todas las formas de energía posibles.
 Y la sensación es como un destello, un relámpago encandilador que sacude, que golpea en un terrible shock revelador.
La máquina se detiene, y la señal sonora advierte con su agudo ruido que todo terminó, al menos de este lado de la vida.
Una enfermera corre, anota la hora del deceso en su planilla, y el mundo ya no es el mismo porque uno se nos fue, y otros tantos vendrán pero no ocuparán su espacio, sino cada cual el lugar y el tiempo propios de cada sujeto:
 Ese espacio mínimo y limitado, donde cada uno contempla y sostiene su círculo de luz.






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martes, 15 de marzo de 2011

De historias y reflejos


Cuando Patrick enfermó, sus doctores no supieron dar con un diagnóstico acertado. A fines del Siglo XVIII en Alemania, la medicina no se encontraba aún en un nivel de conocimiento lo suficientemente avanzado como para detectar, y en muchos casos ni siquiera nombrar, a cierta clase de enfermedades. Sobre todo las que son de índole psicológica.
Desde una óptica axiológica actual, podría acusarse de retrógrados a los profesionales de la medicina de aquel entonces, pero claro está, que ubicándonos en su tiempo, nos estaríamos retrogradando nosotros.
Recordemos que, todavía hacia el siglo XIX, los enfermos mentales eran encerrados en siniestros albergues, en los cuales eran sometidos a lo que en aquella época se conocía como "tratamientos morales”, sin más justificativos que los de tener por fin reducir la "confusión mental" y "restituir la razón" de los enfermos
Recién hacia fines del siglo XIX, justamente, fue que surgió por primera vez el concepto de "enfermedad mental”, y la psiquiatría daría su salto definitivo hacia la órbita de la medicina. Fue en 1896, que Emil Kraepelin, diagramó un sistema de identificación y clasificación de los problemas mentales, base vigente de los modernos estudios psiquiátricos.
Lo cierto es que Patrick estaba cada vez más enfermo, y si bien presentaba eventualmente notorias mejorías, las recaídas eran cada vez mayores, situación ésta que mantenía conmocionada a toda su familia, en especial a su padre Frederick.
El 16 de marzo de 1795, Patrick falleció inesperadamente por la noche, mientras se hallaba durmiendo. Su cuerpo fue hallado inerte, tal y como había sido visto por última vez: recostado boca arriba en su lecho. Junto a la cama, tirado en el piso, yacía también el cuerpo ya sin vida de Frederick.
Al día siguiente, conmocionada toda la casa y constituidos la policía y los médicos en el lugar, se llegó a la conclusión de que Frederick -al no resistir ver a su primigenio muerto- habríase quitado la vida mezclando varios medicamentos de los que tomaba a su hijo para su tratamiento (cuyos frascos se hallaban destapados en el pequeño boticario emplazado en la habitación de Patrick). Nadie prestó atención en aquel momento, al libro que se encontraba apoyado sobre la mesa de luz.
Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchausen (Bodenwerder, 11 de mayo de 1720 – ídem, 22 de febrero de 1797), fue un barón alemán que en su juventud sirvió de paje a Antonio Ulrico II, duque de Brunswick-Lüneburg y más tarde se unió al ejército ruso. Sirvió en dicho ejército hasta el año 1750 y participó de dos campañas militares contra los turcos. Sin embargo, es más famoso por haber narrado a su regreso de la guerra, una serie de asombrosas historias, por no decir inverosímiles. Estas increíbles proezas, incluían haber montado sobre una bala de cañón, realizar un viaje a la luna, o salir de un pantano jalando de su propia cola de caballo.
La curiosa inventiva del escritor Rudolf Erich Raspe, dio con la creación de un personaje literario, una obra mezcla entre lo descomunal y el antihéroe; simpático y gracioso en algunas ocasiones; penoso en otras.
Dicha obra fue publicada por primera vez en Londres en el año 1785, bajo el título de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen (The Surprising Adventures of Baron Münchhausen);. Constituye actualmente un obligado mito de la literatura infantil a quien deben su herencia, entre tantas otras obras, la del Quijote de La Mancha y de Los viajes de Gulliver.
Habría de pasar mucho tiempo hasta que la psicología tributara su homenaje al barón, cuando configurara la caracterología del “Síndrome de Münchausen por poder”, también conocido bajo su denominación anglosajona, como “Münchausen Syndrome by power o by proxy”. Se lo presenta como una forma de maltrato infantil por proximidad. Es una perturbación por la que una persona intencionadamente causa lesión, enfermedad o desorden a otra persona, con el objeto de llamar la atención o lograr cualquier otro rédito personal. El “Münchausen por poder” ha sido descrito por muchos autores del gremio del psicoanálisis y de la psiquiatría, como uno de los modos más perjudiciales de abuso infantil. El perpetrador suele ser el padre, madre, tutor o su cónyuge; y la víctima suele ser un niño o adulto vulnerable. La mayoría de los casos involucran la inducción de la enfermedad física, aunque también es posible la inducción de condiciones que aparentan ser genéticas, o de desorden psicológico.
A fines del año pasado, viajé por negocios a Alemania, más precisamente en la localidad de Bodenwerder, y allí me hospedé en la casa de un amigo. En ocasión de este viaje, de entre todos los paseos en los que gentilmente me acompañó y guió mi camarada Imre -si bien todos muy atractivos y edificantes-, me llamó la atención la travesía que realizamos el día en que él me condujo hasta una pequeña plazoleta, en la que se halla emplazada una estatua del barón de Münchausen.
Lo curioso no es sólo esto, sino el hecho de que Imre me relatara la historia de su antepasado Frederick, el “tío loco” lejano que había asesinado a su propio hijo y luego se había quitado la vida. Me contó, que si bien por aquél entonces, las conclusiones médicas y policiales habían sido otras, él llegaba a la inferencia de asesinato seguido de suicidio, basándose en un hecho curioso que le había acontecido: revisando unas vetustas cajas de cartón que pasaron de generación en generación, atiborrando cada posible rincón de las casas de toda su familia, había hallado un libro que no pudo dejar de llamarle la atención. Ese libro era una edición inglesa de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen y que, a poco de leer la rúbrica y la dedicatoria en la retiración de la tapa anterior, podía leerse claramente, que dicho volumen había pertenecido a su remoto pariente Patrick y que a éste le había sido obsequiado por su padre Frederick, “el tío loco”, como él lo llamaba por repetición transgeneracional.
Allí mismo, parados sobre la plazoleta, contemplando la estatua del barón, fue que Imre dejó caer, la que en aquel momento me pareció descabellada versión, de que los psicólogos de antaño, habían tenido de algún modo acceso a la historia antigua de su familia (familia de renombre en Alemania, por cierto) y que con sutil ironía, habían nombrado al famoso síndrome bajo el apellido Münchausen, no como decía la versión original tributando al barón, sino haciendo una mal disimulada referencia a los hechos en los que los antepasados de Imre se habían visto envueltos. Hechos que por lo demás, también habían dado lugar a toda clase de mitos, historias y teorías, durante años y años, en Bodenwerder y sus zonas aledañas.
En conclusión, Imre me dijo que estaba seguro de que su “tío loco” había asesinado a su hijo primigenio, se había quitado la vida, y que muchos años después, por obra del boca en boca, habrían culminado por bautizar al síndrome con el nombre del libro que perteneció a su remoto antepasado.
Le pedí a Imre que me prestara el libro, si aún lo conservaba, y como al día siguiente yo debía partir de regreso a la Argentina, me lo prestó bajo la solemne promesa de regresárselo intacto cuando efectuara mi próxima visita, o cuando el viniera para aquí.
No comencé a leer el libro sino hasta anoche, algunos meses después de mi visita a Alemania. Mi mujer dormía a mi lado y los chicos –mis hijos Jazmín y Patricio-, habrían de estar durmiendo en su cuarto, que es contiguo al nuestro. Al llegar a la página 30 del libro, me llamó la atención la siguiente nota, casi ilegible por el irremediable paso del tiempo, escrita con pluma:
El Escritor de los Diez Nombres, transcribirá esta nota en el Libro de los Rostros, antes de la decimoséptima luna del décimo mes consagrado a Marte del XXI siglo cristiano; dará muerte a su primigenio y cerrará así el círculo de los muertos de todos los tiempos. La Historia es un espejo.”
Mañana -miércoles 16 de marzo de 2011- tengo turno a primera hora con un psicólogo que me recomendó un amigo. ¿Terminará allí la historia...?



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miércoles, 16 de febrero de 2011

Sumario de un día cualquiera


Como todos los días, el despertador sonó a las 6:30 a.m. Osvaldo siguió durmiendo hasta las 7:23 a.m.

En la esquina de avenida 7, esquina 40, hay dos semáforos que habilitan al cruce de vehículos que circulan por las dos calles que conforman la encrucijada.

Como todos los días, a las 7:25 a.m, el semáforo que habilita el paso de los vehículos que vienen por calle 40, se pone en rojo y, segundos después, se pone en verde el que habilita el paso de los vehículos que vienen por la avenida 7.

A las 7:25, Osvaldo escuchó desde la cocina de su departamento, una frenada violenta, seguida de un estrepitoso impacto de ruido metálico. Entre que caminó hasta el balcón, enrolló la persiana y salió a mirar, se hicieron las 7:27 a.m.

Desde el piso 6 pudo ver con casi inusitada claridad, la trágica escena: un automóvil, que seguramente vendría a gran velocidad por avenida 7, había quedado incrustado contra un poste de luz, situado a unos 20 metros del lugar donde ambas calles se cruzan, apuntando en dirección a la calle 41; y otro automóvil, de mayor porte, había quedado aplastado contra la parada de colectivos que está sobre la avenida 7, mano que sube hacia 41.

Osvaldo dedujo que alguno de los dos autos, habría pasado con la luz del semáforo estando en rojo, y que el que venía por calle 40, al intentar esquivar al que venía por la avenida, habría impactado contra la parte trasera del mismo, y habría sido expulsado hacia la parada de colectivos; el otro habría perdido el control y, por la gran velocidad a la que vendría, había terminado en el lugar donde ahora Osvaldo lo veía incrustado.

A las 7:30 a.m., la curiosidad venció a Osvaldo, entonces se vistió y decidió bajar hasta la esquina a mirar la escena, de prisa. Al llegar, ya se hallaban en el lugar dos patrulleros policiales con sus cuatro respectivos policías, a la espera de una ambulancia, y varios vecinos curiosos merodeaban el lugar con expresión atónita en sus rostros.

A las 7:45 a.m., llegó una ambulancia al lugar del siniestro, y los enfermeros y el médico que en ella venían, se dispusieron raudamente a socorrer a los conductores de ambos vehículos. Fue justamente cuando socorrían al vehículo de la parada de colectivos, que descubrieron el cuerpo de una mujer destrozado entre los fierros del auto y los fierros retorcidos de la parada de colectivos. La mujer había fallecido en el acto, dijo el médico.

A las 6:30 a.m, ese mismo día, sonó la alarma del despertador que Esther ponía todos los días a la misma hora, desde hacía más de veinte años, para poder tomar el colectivo a tiempo, para ir a trabajar en el Ministerio. Se levantó sigilosamente para no despertar a Osvaldo, y a las 7:23 a.m. ya se hallaba esperando el colectivo en la parada de avenida 7, esquina 40.








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lunes, 24 de enero de 2011

De todos los días


Carla tenía veintipico de años, trabajaba de secretaria, tenía voz dulce, sabía mentir, sonreír, hacer pucheritos, y mordía las biromes de forma sensual. Ricardo tenía cincuenta y pico de años, era un profesional responsable, respetuoso, cortés, trabajador incansable, buen padre, y estaba casado desde hacía más de veinte años con Patricia. Patricia era apenas menor que Ricardo, contadora, mujer elegante, instruida, simpática, madre ejemplar de dos hijos, y una esposa ideal. Ricardo y Patricia salían cada mañana de su casa a trabajar, cada uno a su oficina, y los chicos se iban al colegio en el transporte escolar. Patricia sabía que Carla existía y que trabajaba con Ricardo, lo celaba sutilmente, y él eludía sus embates con elogios románticos y desidia fingida hacia Carla, y aunque él se hacía mal el distraído, sabía muy bien que Patricia estaba atenta. Carla sedujo a Ricardo con los clásicos trucos de quien sólo desea trepar, y Ricardo, aun siendo el hombre inteligente que era, decidió sucumbir a los encantos de Carla, un poco por amor propio, y otro tanto por curiosidad. Años después se dio el anunciado divorcio que sigue a toda confesión, y la puesta al día con los reproches mutuamente callados por años. Ricardo alquiló un departamento diminuto y ruinoso, y Patricia y los chicos se quedaron en casa. Aun después del divorcio, Patricia siguió amándolo, por todo lo que él era. Carla estaba con él, por todo lo que él hacía o podría llegar a darle. Patricia lo entendía y lo aceptaba, tan sencilla y complejamente como se lo hace cuando se ama. Carla lo quería, pero nada más. Y aunque Patricia algunas veces sintió lástima y dolor por él, y asco hacia ella, lo respetó siempre y lo recibió en su hogar. Ricardo siguió amando por siempre a Patricia, pero estaba embobado por Carla, sintió cada tanto lástima por sí mismo, y se sintió mucha veces como un extraño en su antiguo hogar. Patricia se casó de nuevo con Alberto, un hombre bueno que la amaba, los chicos crecieron y se fueron, y muchos años después, ella envejeció y murió queriendo, pero sin amar jamás, a su segundo esposo. Ricardo murió mucho antes que Carla, jamás se casaron ni se amaron el uno al otro. Carla en seguida conoció a Alejandro, un hombre casado también, pero esta vez ella sí l o amaba en verdad. Alejandro le mintió a Carla durante años, prometiendo vanamente que dejaría a su esposa para estar sólo con ella. Diez años después, Alejandro murió, dejando otro hogar incompleto, en el que nunca se descubrió la mentira, y una amante de más cincuenta años de edad, sola, sin esposo, sin hijos, sin hogar, y que no pudo saber jamás lo que es el sano y verdadero amor.






Ignacio M. Pis Diez Pelitti



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domingo, 26 de diciembre de 2010

Voy



Profunda profanación que se difunde en lo profundo de lo fundamental de la mente. Mental fundo de vasallas ideas protegidas por este fuerte, que son las vallas de los prejuicios que al juicio alteran, alternando en las aletas dorsales de las ideas que nadan entre la nada de mi mente avasallada. Mente entrenada para que no entre nada, pero lentamente, se derrite el fuerte metal del horno de fundición, abrasadora fuente, donde se funden las ideas en que se fundan mis miedos.
Miedos que hoy desparecen porque en medio del viaje, hallé el remedio que ha de curarme oportunamente. Nada es nuevo, lo bueno estuvo siempre, aguardando a que intrépido algún día yo entre a lo profundo del sueño a arrebatarle a la suerte, el amor que la vida me había negado categóricamente. He vuelto de las profundidades, y traigo conmigo, la firme certeza de que voy a tenerte.

De Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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sábado, 18 de septiembre de 2010

Inescindiblemente





Respiro hondo porque en el fondo me ahogo. El tiempo ya no es el motor que me mueve, ni la ilusión el juego apasionado que alguna vez fue el combustible de mi alma. Las heridas cierran mal y la realidad llega tarde a cauterizarlas violentamente. El entorno me encierra en la mentira que es un way of life sin color, farsa comparsera de máscaras que son a su vez las máscaras de infinitos rostros mudos. Pero en el tumulto busco - y sé que voy a hallar- esa mirada que me alcance y me eleve hacia una forma superior de sentir el Mundo. Y en medio de tanto dolor y tantas mentiras, la amaré y seremos inescindiblemente uno solo para siempre.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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domingo, 29 de agosto de 2010

A ellas...

Puede ser la empleada de un comercio que con su sonrisa real o aun fingida nos cautive. Cualquier mujer parada en una esquina esperando el colectivo, o levantando la mano para parar un taxi con refinado gesto femenino y la gracia del ballet. Quizás una amiga, una compañera de la vida, o tal vez una ex novia o una amante. Mujeres presentes y ausentes, una imagen en la pantalla, una foto de revista o una dulce princesa que emerge desde el sueño para grabarse a fuego en la memoria. Una sombra que se pierde en la vereda de enfrente dejando para siempre tras de sí su estela de ausencia. Una voz que se acerca al oído del poeta susurrando dulcemente palabras de amor. Los amores imposibles o los posibles que no fueron ni serán.
En este mañana que vivo todavía como un hoy, los autos rozan el asfalto allá afuera en el balcón, y en cada rincón de la avenida, agazapadas en los laberínticos pasillos de universos paralelos, reposan conspirando a favor de las letras, las hermosas e infalibles musas de todos los ayeres y de todos los mañanas.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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viernes, 18 de junio de 2010

Carta a un amigo

Querido amigo Franco:
No le cuentes nada a Mariana. No le digas nada, ella ya tuvo suficiente. Pensar que al principio todo estuvo tan tranquilo, todo fue tan lindo hasta que vinieron a embarrarnos la cancha los fantasmas del pasado…
Al principio fueron sólo mensajes de texto, después empezaron las llamadas telefónicas en horarios y tono inapropiados, más tarde comenzaron los acechos...
El tipo la esperaba a la salida del trabajo y la amenazaba, le hacía escenas de celos, hasta me contó que una vez llegó a zamarrearla del brazo. Con cada encuentro, el tipo iba poniéndose cada vez más violento. Cuando me contó todo esto juré encontrarlo para cagarlo bien a trompadas, pero ella me frenó, me pidió que no lo hiciera, que tuviera paciencia, me prometió que ya se le iba a pasar, que pronto todo iba a estar bien y que íbamos a poder ser felices…
El tipo no entendía que Mariana ya no le pertenecía (que nunca le perteneció porque las personas no son de nadie), que era en mis brazos donde ahora ella elegía estar, que era yo su hombre, su amor, y que él ya era parte de su historia pasada y que entonces tenía que seguir adelante, conseguirse otra mujer, vivir para, y pensar en otra mujer, y no en la que había perdido por sus errores y engaños, porque ella ya estaba conmigo y no con él…
Le hice caso a Mariana, sabés que por amor uno a veces prefiere contenerse, amansarse, no tomar decisiones abruptas que puedan poner en riesgo la estabilidad de la pareja. Soporté así unos meses, anhelando que el tipo se dejara de joder. Hasta pensé en hablar con él, con eso te digo todo, presentarle a alguna amiga mía…, qué se yo, me estaba volviendo loco, quería hacer cualquier cosa para que se alejara de Mariana, para que se alejara de nosotros, aunque a veces se me ocurría cada idiotez…
Decidí seguir esperando, pero pasaron varios meses más y nada cambiaba. Los encuentros sorpresivos y los constantes acosos del tipo a Mariana eran cada vez más frecuentes, y paulatinamente mi fatal sentimiento de angustia se iba convirtiendo en una brutal paranoia, una enquistada enfermedad que me hizo perder finalmente toda la cordura. ..
Llegó un momento en que los acosos cesaron, o al menos eso me dijo ella. Pero mi odio ya madurado hacia el enemigo no cesó, algo se había resentido en lo más hondo de mi ser. Entonces averigüé dónde vivía y fui a su encuentro. Lo agarré saliendo de su casa una mañana.
El arma me la consiguió un conocido, era una pistola con la numeración limada y algunas balas en el cargador. Lo empujé para adentro de un pasillo de la cuadra. Creo que llegó a argumentar alguna defensa, sinceramente no alcancé a escucharlo, no quería escucharlo… Creo también que descargué el arma completa sobre el cuerpo del infeliz, no recuerdo los detalles, estaba realmente enfurecido…
Cuando recuperé la calma me encontraba agazapado en el piso contra la pared del pasillo y la cabeza entre las rodillas. Un policía me levantó del brazo y acto seguido me colocó un juego de esposas en las muñecas, por la espalda. Lo que haya pasado después es aún más confuso…
No limpié las huellas del arma, ni borré pisadas, ni arrojé la pistola al río, ni me guardé unos días en casa, ni hice nada de lo que había planeado. La mezcla entre estupor y morboso placer que me atravesaban en ese momento dieron por tierra con todo el plan, porque tenía un plan, lo tenía…
Dentro de quince minutos apagan las luces del pabellón y la cárcel se vuelve literalmente una tumba. Qué bueno es en estos momentos de desasosiego saber que cuento con un amigo, con un confidente como vos. Siempre aprecié la gran lealtad que demostraste en todo momento de saber guardar y compartir secretos. Te dejo todo lo que encuentres en mi cuartucho de la pensión, es poco y nada, pero es todo lo que tengo y a nadie más se lo daría, mi gran amigo. Acá en el calabozo tengo sábanas, una mesita y una silla, también cuelga del techo un foco a suficiente altura…
No le cuentes nada a Mariana, ella ya tuvo suficiente…Pero si la ves cuando vuelva de Europa, quiero que le digas que la amo y que la amé siempre, que la extraño mucho, que voy a estar pensando en ella hasta el segundo final, y que si me mato es porque no quiero vivir sin ella, ni que ella pierda su vida viviendo al lado de un asesino. Gracias, Franquito. Un fuerte abrazo.
Esteban


Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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domingo, 6 de junio de 2010

En el espejo

Me hallaba contemplando mi propia contemplación, parado frente al gran espejo del living, con el rostro situado a escasos centímetros de mi otro rostro, divagando en mi propia mirada, intentando encontrar en mis ojos aquellos secretos que ellos esconden incluso de mí mismo.

Noté entonces en el ángulo superior del espejo, el extraño reflejo que producían los haces de luz de la lámpara del living, y pensé que quizás en el núcleo mismo de ese raro destello albergaba un algo revelador: quizás allí se hallara el Aleph tan bien narrado otrora por Borges, la Verdad con mayúsculas que tantos hombres han buscado desde siempre, el centro del Universo, la revelación absoluta de ese algo que no sabemos si existe. Entendí que aunque tuviera la certeza de que ello fuera así, no podría comprender el significado de lo que aquella luz tenía para contarme.

Alguna vez escuché que el cerebro humano es tan complejo, que por eso nos es difícil descifrarlo, pero que si fuera más simple, entonces seríamos tan tontos que no tendríamos la capacidad de comprender ni siquiera lo poco que de él sabemos. Pensé que algo de cierto hay en ello.

Empecinado en seguir interpretando aquella luz, cerré mis ojos durante unos minutos, tan violentamente que al abrirlos de repente, aun flotaban a mi alrededor las tintineantes partículas de materia. Los haces hicieron entonces un juego extraño y la casa se transfiguró en otra cosa, me sentí dentro de una especie de caleidoscopio gigante.

Tardé un rato en recuperar la visión real de las cosas. Permanecí unos minutos con la mirada fija y perdida en la frondosa copa de un árbol. Me devolvió a mí la voz de un vecino del barrio que me saludaba gritando desde la vereda de enfrente. Respondí al saludo distraídamente con un desganado ademán, me alejé unos pasos del espejo y me puse a escribir estas líneas, o quizás caminé un poco más, entré al kiosco y compré cigarrillos, quizás otro hombre ya ha escrito este relato por mí y yo ahora lo esté leyendo sentado en mi cama, mientras sigo parado frente al espejo con los ojos cerrados, pero estoy casi seguro de que estoy sentado frente a la computadora escribiendo estas palabras. Todo es tan real… ¿Qué es la Verdad?



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti








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miércoles, 24 de marzo de 2010

Réquiem



Y si hicimos aquello que queríamos hacer, ¿cómo vamos a quejarnos?, ¿con qué derecho sacado de que arcaico código podríamos justificar tan aberrante conducta? La culpa fue nuestra y de nadie más, aunque podríamos señalar y elegir culpables a dedo. Podríamos decir “fue el Destino”, “fueron las fuerzas de las circunstancias”, o cualquier otra falacia que nos haga aparecer ante los demás como menos implicados, que nos expulse del centro de la culpa. Pero no. Sabemos que no es cierto, cualquier excusa es rayana con la hipocresía. Fuimos nosotros los que lo hicimos. Nosotros los RESPONSABLES. ¿Con qué derecho?, con el derecho de creernos más, superiores, mejores que ELLA. Sí, eso, nos creíamos mejores que ELLA, pero ahora que hicimos lo que hicimos ya no lo somos. No, somos monstruos. Arrebatar una vida así, por insignificante que fuera o creyéramos que fuera. Somos monstruos como ELLA también lo fue con nosotros, con su reguero de sangre, sus bombas, y sus miserias. Con la sangre de los inocentes que ella derramó por doquier, furtivamente, la muy cobarde. Cobarde y miserable, sangrienta y a la vez tan, pero tan necesaria. Justificada, ¡esa es la palabra!: sangre justificada. Justificada de Justicia. Justicia por lo que nosotros le hicimos, Justicia por mano propia, Justicia por tantas mentiras, persecuciones, violencia y terror. Justicia con mayúscula y a los gritos, por tanta tortura. Teníamos que acallarla, esconderla, nuestros fines eran superiores, sí. La patria, el honor, la moral y el orden público, primaban sobre esas descabelladas ideas de toda esa gente cobarde que combatía por defenderla a ELLA con sus principios sacados de cuentos de Hadas. Pero el dolor enceguece y el enemigo se torna omnipresente, está en todos lados, es un Dios diabólico que todo lo abarca y lo domina, infundiendo el temor con su violencia. Nosotros también temíamos y estábamos aturdidos, aterrorizados, con miedo, mucho miedo. Y ese miedo también nos hizo ciegos y la matamos, la matamos a ELLA, a sus hijos y sus imitaciones, a sus ecos, sus émulos y réplicas, matamos todo lo que se pareciera a ELLA. Ninguna orden lo justificaba, sólo el temor, el temor de descubrir que lo que defendíamos era una mentira, que los valores de ELLA valían tanto como los nuestros, o incluso más, porque eran puros. La Disciplina y la Libertad lucharon en un campo de batalla sin fronteras, y en las calles y en todos lados, el enemigo omnipresente se volvió un pulpo con millones de tentáculos incontrolables. Aniquilamos y fuimos aniquilados, pero no hubo Justicia jamás. Nosotros éramos mejores y además superábamos en número y poder a los que enarbolaban su bandera. Las banderas de ELLA.
Su nombre era Revolución y nosotros la aniquilamos e incineramos en el Olvido. Se nos fue la mano: asesinamos tanto que tras de ella murió la Patria, el honor huyó despavorido, y todo aquello por lo que luchábamos fue enterrado junto a sus hijos.
Hoy, sus cenizas son levantadas por este viento de esperanza y produce esta nube espesa que nos ahoga y que nos pide que ELLA vuelva. Resucitarla es ahora nuestra misión.

A los que lucharon y a los que murieron luchando
In memoriam
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti

domingo, 7 de febrero de 2010

Refranero III


Todo quedó y nada pasó, y lo nuestro fue estancarnos en el tiempo sin construir caminos, ni siquiera en tierra firme. Perseguimos la Gloria y alcanzamos la Desdicha. Volvimos la vista atrás y al andar insistimos en mirar las sendas que volvimos a pisar una y mil veces. La inseguridad nos llegó demasiado temprano, cuando retrasarla hubiera valido más que nunca. “Seguro” salió bajo libertad condicional pero se instaló en la casa de otro. Nunca supimos que sabíamos poco y nada, y la ignorancia copó todos nuestros espacios. De tanto prevenir imposibles, terminamos valiendo la mitad. No hallamos consuelo ni para el mal de los dos solos. Por poner las cuentas en claro, las tachamos sin borrarlas y casi terminamos como enemigos. A nuestro juego nos llamaron y por apostar perdimos todo. Buscando el pelo en la leche, lo encontramos en el huevo y resultó ser un kiwi. Fuimos locos buenos repitiendo el mismo tema en compañía. Nuestro Matusalén nació muerto. Cortados por distintas tijeras, los sayos y los ponchos nos quedaron chicos y los bombos y platillos sonaron desafinados. Consultamos con la almohada lo que la cama entera ignoraba, y nos quedamos dormidos sobre los cardos de nuestra derrota. Pagamos un ojo de la cara por nuestros fracasos, y al lograr abrir los ojos debimos conformarnos con realidades a medias. Los cuervos que criamos terminaron el trabajo de dejarnos ciegos, aunque no lo quisimos ver. Entonces cruzamos los dedos y se nos retorcieron las tripas. Fuimos ratones tristes en el velorio del gato, y nos cambiaron al muerto por una liebre. Cuando el río sonó, el mar del pasado nos trajo un tsunami de malos recuerdos sobre las espaldas. Nuestro tropezones fueron brutales caídas y a golpes y porrazos terminamos magullados. Dijimos sin hacer por el trecho más corto y a los hechos les pusimos las espaldas. Cortamos por lo sano y nos sangró lo que amputamos. El hilo de nuestra relación se cortó por el lado de los errores más gruesos, y por perder el tiempo enterándonos de noticias viejas se nos derritió el chocolate. Acumulamos piedras por sabernos pecadores sin decir los pecados, y construimos con ellas el muro que nos separó, tropezándonos una y mil veces. La felicidad estuvo en las pequeñas cosas pero se nos había empañado la lupa, y el microscopio de la duda sólo sirvió para ver los microbios de una vida virulenta. Quisimos dar vuelta la página y nos cortamos los dedos con el borde de la hoja. Las cenizas que quedaron de nuestro fuego se mojaron con las lágrimas y no se encendieron nunca más. Huimos en cada batalla y perdimos como en la guerra.
Perdimos las guerras que luchamos y al abandonarnos ganamos el tiempo que habíamos perdido. Tiempo al tiempo...y el bien que nos hicimos durará cien años.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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