domingo, 26 de diciembre de 2010

Voy



Profunda profanación que se difunde en lo profundo de lo fundamental de la mente. Mental fundo de vasallas ideas protegidas por este fuerte, que son las vallas de los prejuicios que al juicio alteran, alternando en las aletas dorsales de las ideas que nadan entre la nada de mi mente avasallada. Mente entrenada para que no entre nada, pero lentamente, se derrite el fuerte metal del horno de fundición, abrasadora fuente, donde se funden las ideas en que se fundan mis miedos.
Miedos que hoy desparecen porque en medio del viaje, hallé el remedio que ha de curarme oportunamente. Nada es nuevo, lo bueno estuvo siempre, aguardando a que intrépido algún día yo entre a lo profundo del sueño a arrebatarle a la suerte, el amor que la vida me había negado categóricamente. He vuelto de las profundidades, y traigo conmigo, la firme certeza de que voy a tenerte.

De Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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viernes, 15 de octubre de 2010

La fuerza del saber



A los que salían a caminar bajo la lluvia se los detenía preventivamente, hasta tanto el Juez especializado en el fuero dictara sentencia.
Los castigos que se les imponían a los infractores iban desde una semana de detención, hasta prisión por muchos años, e incluso se los sometía a todo tipo de prácticas inhumanas.
Para efectivizar el control existía la Policía Hidráulica, cuerpo altamente capacitado en la captura de contraventores, con competencia y jurisdicción en todo el territorio de la ciudad en todo en cuanto a materia de faltas pluviales respectara.
Los efectivos de la fuerza vestían para una mejor comisión de sus funciones, vistosos y hasta mamarrachescos trajes recubiertos con plumas de ganso y aves afines, conocidas las mismas por ser capaces de rechazar mediante un raudo deslizamiento, cualquier tipo de líquido que entrase en contacto con sus aceitosas y especiales superficies.
Los palmipediformes acechaban en garitas estratégicamente dispuestas a tal fin, o se mimetizaban de incógnito en los zaguanes de las casas, esperando agazapadamente que algún aventurero o simplemente alguna víctima de la distracción, cometiera el error o dolosamente se dispusiera a contravenir la prohibición imperativamente estatuida en el artículo 1° del “Código de Faltas Urbanas de la Ciudad de Lluviamala.”
Semejante prohibición, aparentemente absurda, debía su razón de ser a las reiteradas y frecuentes muertes que se habían sucedido en el lugar durante los días posteriores a que lloviera. Como quienes morían eran aquellos que se exponían al contacto con el agua pluvial, los lluviamalenses asociaron las muertes a la lluvia, por razones de pura y primitiva lógica.
Lluviamala era una pequeña localidad perdida en el mapa y olvidada por todos, que debía su nombre a motivos que aquí no expondré a fin de evitar obviedades. Es por estas razones, que sus pioneros dirigentes, se vieron obligados a hallar con el transcurso del tiempo, las formas adecuadas de procurarse sus propios recursos y medios de abastecimiento. Por ello decidieron utilizar las pequeñas escuelas con que la Ciudad contaba, para impartir clases comprensivas de todo tipo de artes y oficios, tales como la horticultura, la carpintería, la cocina y la cría de aves.
Tal era la necesidad de supervivencia de los lluviamalenses, que con el devenir de los años y con el paso de una generación a otra, estas artes y oficios acabaron por ser el único y primordial contenido de todos sus programas de estudio, convirtiendo a los habitantes de la comunidad en perfectos ignorantes de todo aquello que no se refiriera a los modos de autosubsistencia y a la imperativa prohibición de salir los días de lluvia.
Fue así, en esas peculiares circunstancias, que Andrés y Martín, habitantes de la Gran Ciudad de Matamitos, dieron con el lugar un día que se extraviaron con su auto, al confundir el camino y dar fortuitamente con la estrecha senda rural que conducía a LLuviamala. Para colmo de males, el auto se había averiado por algún indescifrable y humeante desperfecto.
Andrés y Martín, médico e ingeniero respectivamente, creyeron en un primer momento encontrarse en una colonia de Menonitas, o simple y llanamente de imbéciles o demás cosas por el estilo.
El Alcalde lluviamalense los recibió temerosa pero amablemente, y les explicó brevemente la historia del lugar, y fue así que los dos hombres de la Gran Ciudad se enteraron del infundado temor que sentían hacia la lluvia aquellos ingenuos hombres.
La reparación del vehículo era imposible, nadie sabía de mecánica en aquel lugar. Andrés se comunicó con su teléfono celular con un mecánico de la Gran Ciudad que garantizó enviar un móvil de auxilio al día siguiente.
A nuestros semisabios les llevó el resto del día y toda la noche, impartir sus conocimientos a los habitantes de LLuviamala, pero finalmente lograron hacerles comprender que aquellas muertes se debían a la falta de recaudos y medicamentos que existen para prevenir y paliar los síntomas que la exposición a toda lluvia -la de cualquier lugar del mundo-, suele producir si tales medidas no son aplicadas.
Finalmente la grúa llegó en la tarde siguiente, y Andrés y Martín fueron auxiliados. El pueblo entero se acercó a despedirlos y no paraban de agradecerles el haber compartido sus conocimientos.
Los lluviamalenses les prometieron abrigarse, procurar mantener sus ropas secas, y tomar bebidas calientes y permanecer en reposo si llegaban a notar los síntomas tan bien explicados por los doctos hombres de la Gran Ciudad.
La Policía Hidráulica fue disuelta por Ordenanza Municipal, y en LLuviamala nunca más murió nadie a causa de la lluvia.
Desde aquel día nunca más llovió, las huertas se echaron a perder y en menos de un año, los lluviamalenses perecieron uno a uno a causa de la sed y del hambre.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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sábado, 18 de septiembre de 2010

Inescindiblemente





Respiro hondo porque en el fondo me ahogo. El tiempo ya no es el motor que me mueve, ni la ilusión el juego apasionado que alguna vez fue el combustible de mi alma. Las heridas cierran mal y la realidad llega tarde a cauterizarlas violentamente. El entorno me encierra en la mentira que es un way of life sin color, farsa comparsera de máscaras que son a su vez las máscaras de infinitos rostros mudos. Pero en el tumulto busco - y sé que voy a hallar- esa mirada que me alcance y me eleve hacia una forma superior de sentir el Mundo. Y en medio de tanto dolor y tantas mentiras, la amaré y seremos inescindiblemente uno solo para siempre.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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domingo, 29 de agosto de 2010

A ellas...

Puede ser la empleada de un comercio que con su sonrisa real o aun fingida nos cautive. Cualquier mujer parada en una esquina esperando el colectivo, o levantando la mano para parar un taxi con refinado gesto femenino y la gracia del ballet. Quizás una amiga, una compañera de la vida, o tal vez una ex novia o una amante. Mujeres presentes y ausentes, una imagen en la pantalla, una foto de revista o una dulce princesa que emerge desde el sueño para grabarse a fuego en la memoria. Una sombra que se pierde en la vereda de enfrente dejando para siempre tras de sí su estela de ausencia. Una voz que se acerca al oído del poeta susurrando dulcemente palabras de amor. Los amores imposibles o los posibles que no fueron ni serán.
En este mañana que vivo todavía como un hoy, los autos rozan el asfalto allá afuera en el balcón, y en cada rincón de la avenida, agazapadas en los laberínticos pasillos de universos paralelos, reposan conspirando a favor de las letras, las hermosas e infalibles musas de todos los ayeres y de todos los mañanas.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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viernes, 18 de junio de 2010

Carta a un amigo

Querido amigo Franco:
No le cuentes nada a Mariana. No le digas nada, ella ya tuvo suficiente. Pensar que al principio todo estuvo tan tranquilo, todo fue tan lindo hasta que vinieron a embarrarnos la cancha los fantasmas del pasado…
Al principio fueron sólo mensajes de texto, después empezaron las llamadas telefónicas en horarios y tono inapropiados, más tarde comenzaron los acechos...
El tipo la esperaba a la salida del trabajo y la amenazaba, le hacía escenas de celos, hasta me contó que una vez llegó a zamarrearla del brazo. Con cada encuentro, el tipo iba poniéndose cada vez más violento. Cuando me contó todo esto juré encontrarlo para cagarlo bien a trompadas, pero ella me frenó, me pidió que no lo hiciera, que tuviera paciencia, me prometió que ya se le iba a pasar, que pronto todo iba a estar bien y que íbamos a poder ser felices…
El tipo no entendía que Mariana ya no le pertenecía (que nunca le perteneció porque las personas no son de nadie), que era en mis brazos donde ahora ella elegía estar, que era yo su hombre, su amor, y que él ya era parte de su historia pasada y que entonces tenía que seguir adelante, conseguirse otra mujer, vivir para, y pensar en otra mujer, y no en la que había perdido por sus errores y engaños, porque ella ya estaba conmigo y no con él…
Le hice caso a Mariana, sabés que por amor uno a veces prefiere contenerse, amansarse, no tomar decisiones abruptas que puedan poner en riesgo la estabilidad de la pareja. Soporté así unos meses, anhelando que el tipo se dejara de joder. Hasta pensé en hablar con él, con eso te digo todo, presentarle a alguna amiga mía…, qué se yo, me estaba volviendo loco, quería hacer cualquier cosa para que se alejara de Mariana, para que se alejara de nosotros, aunque a veces se me ocurría cada idiotez…
Decidí seguir esperando, pero pasaron varios meses más y nada cambiaba. Los encuentros sorpresivos y los constantes acosos del tipo a Mariana eran cada vez más frecuentes, y paulatinamente mi fatal sentimiento de angustia se iba convirtiendo en una brutal paranoia, una enquistada enfermedad que me hizo perder finalmente toda la cordura. ..
Llegó un momento en que los acosos cesaron, o al menos eso me dijo ella. Pero mi odio ya madurado hacia el enemigo no cesó, algo se había resentido en lo más hondo de mi ser. Entonces averigüé dónde vivía y fui a su encuentro. Lo agarré saliendo de su casa una mañana.
El arma me la consiguió un conocido, era una pistola con la numeración limada y algunas balas en el cargador. Lo empujé para adentro de un pasillo de la cuadra. Creo que llegó a argumentar alguna defensa, sinceramente no alcancé a escucharlo, no quería escucharlo… Creo también que descargué el arma completa sobre el cuerpo del infeliz, no recuerdo los detalles, estaba realmente enfurecido…
Cuando recuperé la calma me encontraba agazapado en el piso contra la pared del pasillo y la cabeza entre las rodillas. Un policía me levantó del brazo y acto seguido me colocó un juego de esposas en las muñecas, por la espalda. Lo que haya pasado después es aún más confuso…
No limpié las huellas del arma, ni borré pisadas, ni arrojé la pistola al río, ni me guardé unos días en casa, ni hice nada de lo que había planeado. La mezcla entre estupor y morboso placer que me atravesaban en ese momento dieron por tierra con todo el plan, porque tenía un plan, lo tenía…
Dentro de quince minutos apagan las luces del pabellón y la cárcel se vuelve literalmente una tumba. Qué bueno es en estos momentos de desasosiego saber que cuento con un amigo, con un confidente como vos. Siempre aprecié la gran lealtad que demostraste en todo momento de saber guardar y compartir secretos. Te dejo todo lo que encuentres en mi cuartucho de la pensión, es poco y nada, pero es todo lo que tengo y a nadie más se lo daría, mi gran amigo. Acá en el calabozo tengo sábanas, una mesita y una silla, también cuelga del techo un foco a suficiente altura…
No le cuentes nada a Mariana, ella ya tuvo suficiente…Pero si la ves cuando vuelva de Europa, quiero que le digas que la amo y que la amé siempre, que la extraño mucho, que voy a estar pensando en ella hasta el segundo final, y que si me mato es porque no quiero vivir sin ella, ni que ella pierda su vida viviendo al lado de un asesino. Gracias, Franquito. Un fuerte abrazo.
Esteban


Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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domingo, 6 de junio de 2010

En el espejo

Me hallaba contemplando mi propia contemplación, parado frente al gran espejo del living, con el rostro situado a escasos centímetros de mi otro rostro, divagando en mi propia mirada, intentando encontrar en mis ojos aquellos secretos que ellos esconden incluso de mí mismo.

Noté entonces en el ángulo superior del espejo, el extraño reflejo que producían los haces de luz de la lámpara del living, y pensé que quizás en el núcleo mismo de ese raro destello albergaba un algo revelador: quizás allí se hallara el Aleph tan bien narrado otrora por Borges, la Verdad con mayúsculas que tantos hombres han buscado desde siempre, el centro del Universo, la revelación absoluta de ese algo que no sabemos si existe. Entendí que aunque tuviera la certeza de que ello fuera así, no podría comprender el significado de lo que aquella luz tenía para contarme.

Alguna vez escuché que el cerebro humano es tan complejo, que por eso nos es difícil descifrarlo, pero que si fuera más simple, entonces seríamos tan tontos que no tendríamos la capacidad de comprender ni siquiera lo poco que de él sabemos. Pensé que algo de cierto hay en ello.

Empecinado en seguir interpretando aquella luz, cerré mis ojos durante unos minutos, tan violentamente que al abrirlos de repente, aun flotaban a mi alrededor las tintineantes partículas de materia. Los haces hicieron entonces un juego extraño y la casa se transfiguró en otra cosa, me sentí dentro de una especie de caleidoscopio gigante.

Tardé un rato en recuperar la visión real de las cosas. Permanecí unos minutos con la mirada fija y perdida en la frondosa copa de un árbol. Me devolvió a mí la voz de un vecino del barrio que me saludaba gritando desde la vereda de enfrente. Respondí al saludo distraídamente con un desganado ademán, me alejé unos pasos del espejo y me puse a escribir estas líneas, o quizás caminé un poco más, entré al kiosco y compré cigarrillos, quizás otro hombre ya ha escrito este relato por mí y yo ahora lo esté leyendo sentado en mi cama, mientras sigo parado frente al espejo con los ojos cerrados, pero estoy casi seguro de que estoy sentado frente a la computadora escribiendo estas palabras. Todo es tan real… ¿Qué es la Verdad?



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti








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jueves, 3 de junio de 2010

Lo que el río trajo


La noche caía a nuestras espaldas sobre la ciudad, y la ciudad aplastaba el sueño de la gente con su silencio de reposada vorágine. El viento frío azotaba nuestros rostros, cuarteándonos la piel, mientras perdidos en la mente caminábamos a orillas del río más ancho del mundo, compartiendo así nuestro amor que era el más grande del mundo a esa hora y en ese lugar.

Algunos pájaros picoteaban sobre la arena las sobras asquerosas que los paseantes del día anterior no se habían molestado en recoger. El trinar incesante de características buítricas, sumaba algo de mística y terror a la noche, pero no llegaba a romper aquel cuadro de romanticismo, en que dos sombras caminando juntas tomadas de la mano en la eterna inmensidad de la noche fría, iban ganando y mereciendo el protagonismo que tenían.

Tomaste un guijarro del suelo (una piedra del piso), y la arrojaste hacia el agua para que hiciera patito (o sapito, si es que los sapos pudieran tener la destreza de dar saltos sobre el agua): cuatro piques y el sumergimiento repentino. Copié tu accionar: sólo dos piques. Nunca pude ganarte en nada. Tal vez estuvimos por horas compitiendo, tal vez las piedritas de la playa se habían acabado para cuando terminamos de jugar. Lo cierto es que el paso del tiempo nos sorprendió encandilándonos con la mortecina claridad de un incipiente amanecer.

El maravilloso paisaje que se dibujó ante nuestros ojos, recordaba tal vez a una postal retocada, donde la mugre y lo grotesco del descuido humano no se notan y cualquier espantoso paisaje del mundo se nos muestra como hermoso.

Me dijiste “te corro una carrera hasta aquel pajonal”, y como dos niños que se dejan llevar, emprendimos un torpe correteo a través de la playa, y otra vez mi derrota se hizo un lugar en el ranking de juegos perdidos. Nos dejamos caer exhaustos sobre la arena y nos tomamos de la mano. Nos besamos por un rato y nos quedamos dormidos, drogados por el sopor de un profundo cansancio.

Horas después me despertó el escozor de un junco clavado en las costillas. Abrí los ojos y el resplandor del sol incidiendo directamente sobre mis ojos me encandiló fuertemente. Algunos segundos después logré enfocar la vista. Una pequeña multitud de gente nos rodeaba y nos miraba con muecas oscilantes entre el asombro y la estupidez. Noté que seguías dormida a mi lado.

Surgió de entre la gente un hombre vestido con ambo blanco, y arrodillándose junto a vos, te tomó el pulso en el cuello y la muñeca izquierda Se acercó al primer hombre, otro vestido con uniforme policial. A espaldas de ellos, sobre la calzada de la costanera, una ambulancia alumbraba alternadamente la escena con sus faros giratorios.

Dos señoras compungidas me preguntaron si estaba bien, si necesitaba algo. Les dije que no, que nos habíamos quedado dormidos, que no entendía qué estaba pasando.

“Esta chica lleva dos o tres días fallecida”, dijo el presunto médico; “Señor, va a tener que acompañarme a la comisaría, tiene que dar algunas explicaciones”, dijo el comprobado policía.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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lunes, 17 de mayo de 2010

Casi


Casi me duermo pensando en vos, pero decidí darme vuelta y besarte. Estabas ahí, durmiendo serena, los ojos cerrados, la boca entreabierta. Seguramente estarías soñando con cosas comunes de gente común, que es con lo que los angelitos sueñan. Tu piel delgada y transparente traslucía tus venas, que transportaban torrentes de sangre convertidos en fuerza. En fuerza de madre, de trabajadora, de la vida tomándote por sorpresa. Y yo estaba ahí, contemplándote ahora, sin pensar el valor que tenían esas horas a tu lado, ese amor, esa simpleza.
Casi ya un año que no duermo con vos, y que cada uno siguió su suerte. Casi ya un año que nos dijimos adiós, pero hoy ya no puedo elegir entre pensarte o tenerte.


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti




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miércoles, 28 de abril de 2010

Mil versos


Como Calíope de mis noches,
mil versos de amor me inspiras
en un vertiginoso derroche
de palabras que al futuro miran.

Ya no escucho más reproches,
sólo la música cuando respiras.
Ni cargo sobre mis espaldas
las dagas de la tristeza

cuando envuelto en las guirnaldas
que tú traes, llenas de promesas,
me arrancas de la brutal pereza
del dolor, y así, lejos me llevas
de los recuerdos tristes que hoy se sublevan.

Cuando mis sueños se desmoronan
arrancas de mí los laureles
que celestiales manos crueles
pusieron en mi corona.

Mi corazón de poeta se abandona
a las caricias de tus manos fieles,
y en la fricción de nuestras pieles
habita el sueño que con tu dulzura abonas.

La explosión del éxtasis en mí detona
trayendo a mi vida la paz esperada.
La música de tu voz a mi ser le dona
profundos ensueños, cuando ya no espero nada.

En una mano tienes mi alma,
y en la otra una poesía,
en tu pecho está la anhelada calma,
y estando contigo, la más intensa alegría.

Calíope de mis días, ya no temas,
que mil versos de amor yo te daré.
Para empezar, te escribo este poema.
Para la eternidad, otros miles crearé.




Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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miércoles, 21 de abril de 2010

No temas



Mírame como lo haces siempre y siénteme temblar,
¿es que no ves que me tienes deslumbrado?
Recuérdame cómo es sentirse enamorado
y explícame cómo acallo a mi corazón,
cuando al mirarme me besas sin los labios.

No temas, mi amor, que te abandone.
No reprimas tanto amor disimulado.
Yo estaré allí para entregarte mis pasiones
en la caricia plena que arrase con lo malo.

Cantaré arrullos en las noches a tu lado,
cuando te atormenten sueños pesados.
Sanadoras serán las palabras de mi canto
y con besos ahuyentaré al dolor obstinado.

Y si los fantasmas temibles del pasado
intentaran derrumbar por envidia nuestro encanto,
seré el ejército intrépido que se enfrente al espanto,
seré en las noches de crudo invierno tu manto.

Toma mi mano aun al borde del abismo:
yo te salvaré y te daré en mis brazos
todo el calor que necesites, y si acaso
quisiera corromperme el egoísmo,
me dejaré caer al vacío yo mismo,
porque nada vale si se corta nuestro lazo.

No temas, mi amor, toma mi mano
y déjame llevarte por los hermosos caminos
que para ti, con paciencia, he construido.
¡Vamos, mi amor, que aun es temprano!
No temas, por favor, ven ya conmigo
y nuestros sueños de amor no serán vanos.


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti













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miércoles, 24 de marzo de 2010

Réquiem



Y si hicimos aquello que queríamos hacer, ¿cómo vamos a quejarnos?, ¿con qué derecho sacado de que arcaico código podríamos justificar tan aberrante conducta? La culpa fue nuestra y de nadie más, aunque podríamos señalar y elegir culpables a dedo. Podríamos decir “fue el Destino”, “fueron las fuerzas de las circunstancias”, o cualquier otra falacia que nos haga aparecer ante los demás como menos implicados, que nos expulse del centro de la culpa. Pero no. Sabemos que no es cierto, cualquier excusa es rayana con la hipocresía. Fuimos nosotros los que lo hicimos. Nosotros los RESPONSABLES. ¿Con qué derecho?, con el derecho de creernos más, superiores, mejores que ELLA. Sí, eso, nos creíamos mejores que ELLA, pero ahora que hicimos lo que hicimos ya no lo somos. No, somos monstruos. Arrebatar una vida así, por insignificante que fuera o creyéramos que fuera. Somos monstruos como ELLA también lo fue con nosotros, con su reguero de sangre, sus bombas, y sus miserias. Con la sangre de los inocentes que ella derramó por doquier, furtivamente, la muy cobarde. Cobarde y miserable, sangrienta y a la vez tan, pero tan necesaria. Justificada, ¡esa es la palabra!: sangre justificada. Justificada de Justicia. Justicia por lo que nosotros le hicimos, Justicia por mano propia, Justicia por tantas mentiras, persecuciones, violencia y terror. Justicia con mayúscula y a los gritos, por tanta tortura. Teníamos que acallarla, esconderla, nuestros fines eran superiores, sí. La patria, el honor, la moral y el orden público, primaban sobre esas descabelladas ideas de toda esa gente cobarde que combatía por defenderla a ELLA con sus principios sacados de cuentos de Hadas. Pero el dolor enceguece y el enemigo se torna omnipresente, está en todos lados, es un Dios diabólico que todo lo abarca y lo domina, infundiendo el temor con su violencia. Nosotros también temíamos y estábamos aturdidos, aterrorizados, con miedo, mucho miedo. Y ese miedo también nos hizo ciegos y la matamos, la matamos a ELLA, a sus hijos y sus imitaciones, a sus ecos, sus émulos y réplicas, matamos todo lo que se pareciera a ELLA. Ninguna orden lo justificaba, sólo el temor, el temor de descubrir que lo que defendíamos era una mentira, que los valores de ELLA valían tanto como los nuestros, o incluso más, porque eran puros. La Disciplina y la Libertad lucharon en un campo de batalla sin fronteras, y en las calles y en todos lados, el enemigo omnipresente se volvió un pulpo con millones de tentáculos incontrolables. Aniquilamos y fuimos aniquilados, pero no hubo Justicia jamás. Nosotros éramos mejores y además superábamos en número y poder a los que enarbolaban su bandera. Las banderas de ELLA.
Su nombre era Revolución y nosotros la aniquilamos e incineramos en el Olvido. Se nos fue la mano: asesinamos tanto que tras de ella murió la Patria, el honor huyó despavorido, y todo aquello por lo que luchábamos fue enterrado junto a sus hijos.
Hoy, sus cenizas son levantadas por este viento de esperanza y produce esta nube espesa que nos ahoga y que nos pide que ELLA vuelva. Resucitarla es ahora nuestra misión.

A los que lucharon y a los que murieron luchando
In memoriam
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti

jueves, 18 de marzo de 2010

Quiero

Quiero que grabes
con cincel de paciencia
en las paredes de mi alma
que se ha vuelto de piedra,
la palabra amor.

Te pido que laves
las penas de mi conciencia.
Prometo darte calma
tenaz como la hiedra,
sin llevar más armas
que esta profunda pasión.

Te entrego las palmas
de mis manos, enteras,
para darte cosas buenas
y un mundo de caricias.

Dejaré la codicia.
Pelearé aguerrido.
Lucharé con vehemencia
para conservar el nido
y nuestros sueños intactos.

Firmaré contigo el pacto
del amor verdadero,
en el lugar exacto
donde esté la presencia
deslumbrante de tu cuerpo.

Te daré de mi boca
palabras sinceras.
Te traeré cosas hermosas,
verdades duraderas
que tal vez sean pocas,
pero a la vida llenan.

Curaré yo tus penas,
curarás tú las mías.
Sentiremos en las venas
correr mares de alegría.

Alimentaremos cada día
el amor que construiremos.
Borraremos toda herida
y por siempre, vida mía
tú y yo nos amaremos.


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti




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lunes, 8 de marzo de 2010

Gotas

Gotas de éter flotan en el aire
por el brillo que emana
de tu belleza que encandila,
y me pierdo en lo suave
de tus manos cercanas,
en tu tersa piel lozana,
en tus bellos ojos graves
y sus profundas pupilas.

Cuando te siento lejana,
de mis ojos emanan
lágrimas que se derraman
por mi rostro, y oscila
por las grietas de mi alma
el dolor que ella destila.

Gotas de amor pululan en el aire,
y todo alrededor se fascina
cuando airosa tú caminas.
¿Cómo podría resistirse alguien
a tu influencia mágica y Divina?

Gotas de esperanza,
de intensa ternura,
de amor empalagado
por tanta dulzura,
flotan por todos lados,
vibran en nuestro mundo,
laten vivas en el aire
en mi cuerpo y en la sangre.
Y en ínfimos segundos
el tiempo se detiene,
para confesarme esta verdad:
que la gente va y viene,
pero algunos se han quedado,
como vos, aquí a mi lado,
prometiendo eternidad
en esta dulce realidad
de estar de ti enamorado. . .

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti


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miércoles, 3 de marzo de 2010

Esperanza


Si te miro y te hallo irresistible,

hermosa, radiante, para mi perfecta.

Si tengo con vos sueños increíbles,

y digo en voz alta “ella es la correcta”,

es que el amor me pone sensible

me afecta la mente, de forma directa.


Y si ando con este miedo a cuestas,

si soñar tanto a veces me harta,

es que aprendí que no se apuesta

sin ver de antemano las cartas.


Tristezas… he tenido tantas.

Alegrías también, no puedo negarlo.

Pero el amor tanto ciega como espanta

a aquél que le teme y no sabe tomarlo.


El amor tanto otorga como arranca

cuando el terror te derrota y te estanca.

Se clava en el pecho como una estaca

dejando una herida que todo lo abarca.


El terror te hunde, te tira, te arrastra.

Se ríe en tu cara, se burla a sus anchas,

mientras todo adentro de uno se desangra

dejando en el alma una oscura mancha.


Tristezas… he tenido tantas.

Alegrías también, no puedo negarlo.

Pero el amor tanto ciega como espanta

a aquél que le teme de tanto negarlo.


Y aunque ilusionarse a veces resta

soñar con nosotros hoy me esperanza,

porque entendí que aunque hoy me cuesta

me enamoré de vos, y eso me alcanza.


Y si al mirarte mi alma apagada

al verte, hermosa, de pronto despierta,

diré con ganas que sos la correcta.

Diré con ganas, “¡la suerte esta echada!”.




Ignacio Martín Pis Diez Pelitti







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miércoles, 24 de febrero de 2010

A estas alturas

Ni tu larga cabellera en la bruma,
ni tus besos a orillas del mar,
ni el plateado brillo de la luna,
ni lágrimas que devienen en sal,
ni lo eterno de tu mirada pura,
ni promesas de eternidad,
ni ninguna otra figura,
metáfora o recurso trivial
hacen falta a estas alturas,
para decirte que con estar
a tu lado, el dolor se cura,
y todo lo que estuvo mal
se borra con la locura
de este amor hermoso y total.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti




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domingo, 7 de febrero de 2010

Refranero III


Todo quedó y nada pasó, y lo nuestro fue estancarnos en el tiempo sin construir caminos, ni siquiera en tierra firme. Perseguimos la Gloria y alcanzamos la Desdicha. Volvimos la vista atrás y al andar insistimos en mirar las sendas que volvimos a pisar una y mil veces. La inseguridad nos llegó demasiado temprano, cuando retrasarla hubiera valido más que nunca. “Seguro” salió bajo libertad condicional pero se instaló en la casa de otro. Nunca supimos que sabíamos poco y nada, y la ignorancia copó todos nuestros espacios. De tanto prevenir imposibles, terminamos valiendo la mitad. No hallamos consuelo ni para el mal de los dos solos. Por poner las cuentas en claro, las tachamos sin borrarlas y casi terminamos como enemigos. A nuestro juego nos llamaron y por apostar perdimos todo. Buscando el pelo en la leche, lo encontramos en el huevo y resultó ser un kiwi. Fuimos locos buenos repitiendo el mismo tema en compañía. Nuestro Matusalén nació muerto. Cortados por distintas tijeras, los sayos y los ponchos nos quedaron chicos y los bombos y platillos sonaron desafinados. Consultamos con la almohada lo que la cama entera ignoraba, y nos quedamos dormidos sobre los cardos de nuestra derrota. Pagamos un ojo de la cara por nuestros fracasos, y al lograr abrir los ojos debimos conformarnos con realidades a medias. Los cuervos que criamos terminaron el trabajo de dejarnos ciegos, aunque no lo quisimos ver. Entonces cruzamos los dedos y se nos retorcieron las tripas. Fuimos ratones tristes en el velorio del gato, y nos cambiaron al muerto por una liebre. Cuando el río sonó, el mar del pasado nos trajo un tsunami de malos recuerdos sobre las espaldas. Nuestro tropezones fueron brutales caídas y a golpes y porrazos terminamos magullados. Dijimos sin hacer por el trecho más corto y a los hechos les pusimos las espaldas. Cortamos por lo sano y nos sangró lo que amputamos. El hilo de nuestra relación se cortó por el lado de los errores más gruesos, y por perder el tiempo enterándonos de noticias viejas se nos derritió el chocolate. Acumulamos piedras por sabernos pecadores sin decir los pecados, y construimos con ellas el muro que nos separó, tropezándonos una y mil veces. La felicidad estuvo en las pequeñas cosas pero se nos había empañado la lupa, y el microscopio de la duda sólo sirvió para ver los microbios de una vida virulenta. Quisimos dar vuelta la página y nos cortamos los dedos con el borde de la hoja. Las cenizas que quedaron de nuestro fuego se mojaron con las lágrimas y no se encendieron nunca más. Huimos en cada batalla y perdimos como en la guerra.
Perdimos las guerras que luchamos y al abandonarnos ganamos el tiempo que habíamos perdido. Tiempo al tiempo...y el bien que nos hicimos durará cien años.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina.

lunes, 25 de enero de 2010

Y yo que te amaba…


Para qué esperar que regreses gritando
que me amas tanto, que me has extrañado,
si cuando te tuve soñando a mi lado,
fue una pesadilla que tuvo exaltados
todos mis sentidos, mis nervios crispados,
con el alma rota, el deseo averiado,
los besos en cuotas, en cómodos pagos,
y nuestros deseos, que fueron tan vagos,
durmieron la siesta y no despertaron
por miedo a lo grande, temor a la vida.
Linyeras mimados, pidiendo comida
por las calles sucias de una despedida.
Para terminar apretando los labios
para no insultarnos, y el abecedario
gastado en palabras que fueron mentiras.


Y cuando esperaba
que me dieras algo a cambio de todo,
más sentí en el cuello ahogándome al lodo,
pero absorto, no nadaba.


Para qué esperar que regreses llorando,
diciendo que siempre me has adorado,
si cuando vivimos un tiempo añorado
quisimos cumplir nuestro sueño anhelado,
pero terminamos los dos alterados.
La esperanza rota, los cuerpos dañados,
errando las notas y desafinados,
cantando victoria, aun derrotados.
Creí que era fuerte, quedé destrozado,
encerrado en todo, sin ver la salida.
La sangre estancada, la mente aturdida.
Para terminar rompiendo calendarios
para no enterarme de que hace mil años
quedaste bien fuera de toda mi vida.


Y yo que te amaba,
comprendo que te ibas buscando algún sueño
que es mejor que este, y queda muy lejos
del que darte yo intentaba.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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