jueves, 3 de junio de 2010

Lo que el río trajo


La noche caía a nuestras espaldas sobre la ciudad, y la ciudad aplastaba el sueño de la gente con su silencio de reposada vorágine. El viento frío azotaba nuestros rostros, cuarteándonos la piel, mientras perdidos en la mente caminábamos a orillas del río más ancho del mundo, compartiendo así nuestro amor que era el más grande del mundo a esa hora y en ese lugar.

Algunos pájaros picoteaban sobre la arena las sobras asquerosas que los paseantes del día anterior no se habían molestado en recoger. El trinar incesante de características buítricas, sumaba algo de mística y terror a la noche, pero no llegaba a romper aquel cuadro de romanticismo, en que dos sombras caminando juntas tomadas de la mano en la eterna inmensidad de la noche fría, iban ganando y mereciendo el protagonismo que tenían.

Tomaste un guijarro del suelo (una piedra del piso), y la arrojaste hacia el agua para que hiciera patito (o sapito, si es que los sapos pudieran tener la destreza de dar saltos sobre el agua): cuatro piques y el sumergimiento repentino. Copié tu accionar: sólo dos piques. Nunca pude ganarte en nada. Tal vez estuvimos por horas compitiendo, tal vez las piedritas de la playa se habían acabado para cuando terminamos de jugar. Lo cierto es que el paso del tiempo nos sorprendió encandilándonos con la mortecina claridad de un incipiente amanecer.

El maravilloso paisaje que se dibujó ante nuestros ojos, recordaba tal vez a una postal retocada, donde la mugre y lo grotesco del descuido humano no se notan y cualquier espantoso paisaje del mundo se nos muestra como hermoso.

Me dijiste “te corro una carrera hasta aquel pajonal”, y como dos niños que se dejan llevar, emprendimos un torpe correteo a través de la playa, y otra vez mi derrota se hizo un lugar en el ranking de juegos perdidos. Nos dejamos caer exhaustos sobre la arena y nos tomamos de la mano. Nos besamos por un rato y nos quedamos dormidos, drogados por el sopor de un profundo cansancio.

Horas después me despertó el escozor de un junco clavado en las costillas. Abrí los ojos y el resplandor del sol incidiendo directamente sobre mis ojos me encandiló fuertemente. Algunos segundos después logré enfocar la vista. Una pequeña multitud de gente nos rodeaba y nos miraba con muecas oscilantes entre el asombro y la estupidez. Noté que seguías dormida a mi lado.

Surgió de entre la gente un hombre vestido con ambo blanco, y arrodillándose junto a vos, te tomó el pulso en el cuello y la muñeca izquierda Se acercó al primer hombre, otro vestido con uniforme policial. A espaldas de ellos, sobre la calzada de la costanera, una ambulancia alumbraba alternadamente la escena con sus faros giratorios.

Dos señoras compungidas me preguntaron si estaba bien, si necesitaba algo. Les dije que no, que nos habíamos quedado dormidos, que no entendía qué estaba pasando.

“Esta chica lleva dos o tres días fallecida”, dijo el presunto médico; “Señor, va a tener que acompañarme a la comisaría, tiene que dar algunas explicaciones”, dijo el comprobado policía.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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