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martes, 15 de marzo de 2011

De historias y reflejos


Cuando Patrick enfermó, sus doctores no supieron dar con un diagnóstico acertado. A fines del Siglo XVIII en Alemania, la medicina no se encontraba aún en un nivel de conocimiento lo suficientemente avanzado como para detectar, y en muchos casos ni siquiera nombrar, a cierta clase de enfermedades. Sobre todo las que son de índole psicológica.
Desde una óptica axiológica actual, podría acusarse de retrógrados a los profesionales de la medicina de aquel entonces, pero claro está, que ubicándonos en su tiempo, nos estaríamos retrogradando nosotros.
Recordemos que, todavía hacia el siglo XIX, los enfermos mentales eran encerrados en siniestros albergues, en los cuales eran sometidos a lo que en aquella época se conocía como "tratamientos morales”, sin más justificativos que los de tener por fin reducir la "confusión mental" y "restituir la razón" de los enfermos
Recién hacia fines del siglo XIX, justamente, fue que surgió por primera vez el concepto de "enfermedad mental”, y la psiquiatría daría su salto definitivo hacia la órbita de la medicina. Fue en 1896, que Emil Kraepelin, diagramó un sistema de identificación y clasificación de los problemas mentales, base vigente de los modernos estudios psiquiátricos.
Lo cierto es que Patrick estaba cada vez más enfermo, y si bien presentaba eventualmente notorias mejorías, las recaídas eran cada vez mayores, situación ésta que mantenía conmocionada a toda su familia, en especial a su padre Frederick.
El 16 de marzo de 1795, Patrick falleció inesperadamente por la noche, mientras se hallaba durmiendo. Su cuerpo fue hallado inerte, tal y como había sido visto por última vez: recostado boca arriba en su lecho. Junto a la cama, tirado en el piso, yacía también el cuerpo ya sin vida de Frederick.
Al día siguiente, conmocionada toda la casa y constituidos la policía y los médicos en el lugar, se llegó a la conclusión de que Frederick -al no resistir ver a su primigenio muerto- habríase quitado la vida mezclando varios medicamentos de los que tomaba a su hijo para su tratamiento (cuyos frascos se hallaban destapados en el pequeño boticario emplazado en la habitación de Patrick). Nadie prestó atención en aquel momento, al libro que se encontraba apoyado sobre la mesa de luz.
Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchausen (Bodenwerder, 11 de mayo de 1720 – ídem, 22 de febrero de 1797), fue un barón alemán que en su juventud sirvió de paje a Antonio Ulrico II, duque de Brunswick-Lüneburg y más tarde se unió al ejército ruso. Sirvió en dicho ejército hasta el año 1750 y participó de dos campañas militares contra los turcos. Sin embargo, es más famoso por haber narrado a su regreso de la guerra, una serie de asombrosas historias, por no decir inverosímiles. Estas increíbles proezas, incluían haber montado sobre una bala de cañón, realizar un viaje a la luna, o salir de un pantano jalando de su propia cola de caballo.
La curiosa inventiva del escritor Rudolf Erich Raspe, dio con la creación de un personaje literario, una obra mezcla entre lo descomunal y el antihéroe; simpático y gracioso en algunas ocasiones; penoso en otras.
Dicha obra fue publicada por primera vez en Londres en el año 1785, bajo el título de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen (The Surprising Adventures of Baron Münchhausen);. Constituye actualmente un obligado mito de la literatura infantil a quien deben su herencia, entre tantas otras obras, la del Quijote de La Mancha y de Los viajes de Gulliver.
Habría de pasar mucho tiempo hasta que la psicología tributara su homenaje al barón, cuando configurara la caracterología del “Síndrome de Münchausen por poder”, también conocido bajo su denominación anglosajona, como “Münchausen Syndrome by power o by proxy”. Se lo presenta como una forma de maltrato infantil por proximidad. Es una perturbación por la que una persona intencionadamente causa lesión, enfermedad o desorden a otra persona, con el objeto de llamar la atención o lograr cualquier otro rédito personal. El “Münchausen por poder” ha sido descrito por muchos autores del gremio del psicoanálisis y de la psiquiatría, como uno de los modos más perjudiciales de abuso infantil. El perpetrador suele ser el padre, madre, tutor o su cónyuge; y la víctima suele ser un niño o adulto vulnerable. La mayoría de los casos involucran la inducción de la enfermedad física, aunque también es posible la inducción de condiciones que aparentan ser genéticas, o de desorden psicológico.
A fines del año pasado, viajé por negocios a Alemania, más precisamente en la localidad de Bodenwerder, y allí me hospedé en la casa de un amigo. En ocasión de este viaje, de entre todos los paseos en los que gentilmente me acompañó y guió mi camarada Imre -si bien todos muy atractivos y edificantes-, me llamó la atención la travesía que realizamos el día en que él me condujo hasta una pequeña plazoleta, en la que se halla emplazada una estatua del barón de Münchausen.
Lo curioso no es sólo esto, sino el hecho de que Imre me relatara la historia de su antepasado Frederick, el “tío loco” lejano que había asesinado a su propio hijo y luego se había quitado la vida. Me contó, que si bien por aquél entonces, las conclusiones médicas y policiales habían sido otras, él llegaba a la inferencia de asesinato seguido de suicidio, basándose en un hecho curioso que le había acontecido: revisando unas vetustas cajas de cartón que pasaron de generación en generación, atiborrando cada posible rincón de las casas de toda su familia, había hallado un libro que no pudo dejar de llamarle la atención. Ese libro era una edición inglesa de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen y que, a poco de leer la rúbrica y la dedicatoria en la retiración de la tapa anterior, podía leerse claramente, que dicho volumen había pertenecido a su remoto pariente Patrick y que a éste le había sido obsequiado por su padre Frederick, “el tío loco”, como él lo llamaba por repetición transgeneracional.
Allí mismo, parados sobre la plazoleta, contemplando la estatua del barón, fue que Imre dejó caer, la que en aquel momento me pareció descabellada versión, de que los psicólogos de antaño, habían tenido de algún modo acceso a la historia antigua de su familia (familia de renombre en Alemania, por cierto) y que con sutil ironía, habían nombrado al famoso síndrome bajo el apellido Münchausen, no como decía la versión original tributando al barón, sino haciendo una mal disimulada referencia a los hechos en los que los antepasados de Imre se habían visto envueltos. Hechos que por lo demás, también habían dado lugar a toda clase de mitos, historias y teorías, durante años y años, en Bodenwerder y sus zonas aledañas.
En conclusión, Imre me dijo que estaba seguro de que su “tío loco” había asesinado a su hijo primigenio, se había quitado la vida, y que muchos años después, por obra del boca en boca, habrían culminado por bautizar al síndrome con el nombre del libro que perteneció a su remoto antepasado.
Le pedí a Imre que me prestara el libro, si aún lo conservaba, y como al día siguiente yo debía partir de regreso a la Argentina, me lo prestó bajo la solemne promesa de regresárselo intacto cuando efectuara mi próxima visita, o cuando el viniera para aquí.
No comencé a leer el libro sino hasta anoche, algunos meses después de mi visita a Alemania. Mi mujer dormía a mi lado y los chicos –mis hijos Jazmín y Patricio-, habrían de estar durmiendo en su cuarto, que es contiguo al nuestro. Al llegar a la página 30 del libro, me llamó la atención la siguiente nota, casi ilegible por el irremediable paso del tiempo, escrita con pluma:
El Escritor de los Diez Nombres, transcribirá esta nota en el Libro de los Rostros, antes de la decimoséptima luna del décimo mes consagrado a Marte del XXI siglo cristiano; dará muerte a su primigenio y cerrará así el círculo de los muertos de todos los tiempos. La Historia es un espejo.”
Mañana -miércoles 16 de marzo de 2011- tengo turno a primera hora con un psicólogo que me recomendó un amigo. ¿Terminará allí la historia...?



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domingo, 26 de diciembre de 2010

Voy



Profunda profanación que se difunde en lo profundo de lo fundamental de la mente. Mental fundo de vasallas ideas protegidas por este fuerte, que son las vallas de los prejuicios que al juicio alteran, alternando en las aletas dorsales de las ideas que nadan entre la nada de mi mente avasallada. Mente entrenada para que no entre nada, pero lentamente, se derrite el fuerte metal del horno de fundición, abrasadora fuente, donde se funden las ideas en que se fundan mis miedos.
Miedos que hoy desparecen porque en medio del viaje, hallé el remedio que ha de curarme oportunamente. Nada es nuevo, lo bueno estuvo siempre, aguardando a que intrépido algún día yo entre a lo profundo del sueño a arrebatarle a la suerte, el amor que la vida me había negado categóricamente. He vuelto de las profundidades, y traigo conmigo, la firme certeza de que voy a tenerte.

De Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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viernes, 15 de octubre de 2010

La fuerza del saber



A los que salían a caminar bajo la lluvia se los detenía preventivamente, hasta tanto el Juez especializado en el fuero dictara sentencia.
Los castigos que se les imponían a los infractores iban desde una semana de detención, hasta prisión por muchos años, e incluso se los sometía a todo tipo de prácticas inhumanas.
Para efectivizar el control existía la Policía Hidráulica, cuerpo altamente capacitado en la captura de contraventores, con competencia y jurisdicción en todo el territorio de la ciudad en todo en cuanto a materia de faltas pluviales respectara.
Los efectivos de la fuerza vestían para una mejor comisión de sus funciones, vistosos y hasta mamarrachescos trajes recubiertos con plumas de ganso y aves afines, conocidas las mismas por ser capaces de rechazar mediante un raudo deslizamiento, cualquier tipo de líquido que entrase en contacto con sus aceitosas y especiales superficies.
Los palmipediformes acechaban en garitas estratégicamente dispuestas a tal fin, o se mimetizaban de incógnito en los zaguanes de las casas, esperando agazapadamente que algún aventurero o simplemente alguna víctima de la distracción, cometiera el error o dolosamente se dispusiera a contravenir la prohibición imperativamente estatuida en el artículo 1° del “Código de Faltas Urbanas de la Ciudad de Lluviamala.”
Semejante prohibición, aparentemente absurda, debía su razón de ser a las reiteradas y frecuentes muertes que se habían sucedido en el lugar durante los días posteriores a que lloviera. Como quienes morían eran aquellos que se exponían al contacto con el agua pluvial, los lluviamalenses asociaron las muertes a la lluvia, por razones de pura y primitiva lógica.
Lluviamala era una pequeña localidad perdida en el mapa y olvidada por todos, que debía su nombre a motivos que aquí no expondré a fin de evitar obviedades. Es por estas razones, que sus pioneros dirigentes, se vieron obligados a hallar con el transcurso del tiempo, las formas adecuadas de procurarse sus propios recursos y medios de abastecimiento. Por ello decidieron utilizar las pequeñas escuelas con que la Ciudad contaba, para impartir clases comprensivas de todo tipo de artes y oficios, tales como la horticultura, la carpintería, la cocina y la cría de aves.
Tal era la necesidad de supervivencia de los lluviamalenses, que con el devenir de los años y con el paso de una generación a otra, estas artes y oficios acabaron por ser el único y primordial contenido de todos sus programas de estudio, convirtiendo a los habitantes de la comunidad en perfectos ignorantes de todo aquello que no se refiriera a los modos de autosubsistencia y a la imperativa prohibición de salir los días de lluvia.
Fue así, en esas peculiares circunstancias, que Andrés y Martín, habitantes de la Gran Ciudad de Matamitos, dieron con el lugar un día que se extraviaron con su auto, al confundir el camino y dar fortuitamente con la estrecha senda rural que conducía a LLuviamala. Para colmo de males, el auto se había averiado por algún indescifrable y humeante desperfecto.
Andrés y Martín, médico e ingeniero respectivamente, creyeron en un primer momento encontrarse en una colonia de Menonitas, o simple y llanamente de imbéciles o demás cosas por el estilo.
El Alcalde lluviamalense los recibió temerosa pero amablemente, y les explicó brevemente la historia del lugar, y fue así que los dos hombres de la Gran Ciudad se enteraron del infundado temor que sentían hacia la lluvia aquellos ingenuos hombres.
La reparación del vehículo era imposible, nadie sabía de mecánica en aquel lugar. Andrés se comunicó con su teléfono celular con un mecánico de la Gran Ciudad que garantizó enviar un móvil de auxilio al día siguiente.
A nuestros semisabios les llevó el resto del día y toda la noche, impartir sus conocimientos a los habitantes de LLuviamala, pero finalmente lograron hacerles comprender que aquellas muertes se debían a la falta de recaudos y medicamentos que existen para prevenir y paliar los síntomas que la exposición a toda lluvia -la de cualquier lugar del mundo-, suele producir si tales medidas no son aplicadas.
Finalmente la grúa llegó en la tarde siguiente, y Andrés y Martín fueron auxiliados. El pueblo entero se acercó a despedirlos y no paraban de agradecerles el haber compartido sus conocimientos.
Los lluviamalenses les prometieron abrigarse, procurar mantener sus ropas secas, y tomar bebidas calientes y permanecer en reposo si llegaban a notar los síntomas tan bien explicados por los doctos hombres de la Gran Ciudad.
La Policía Hidráulica fue disuelta por Ordenanza Municipal, y en LLuviamala nunca más murió nadie a causa de la lluvia.
Desde aquel día nunca más llovió, las huertas se echaron a perder y en menos de un año, los lluviamalenses perecieron uno a uno a causa de la sed y del hambre.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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sábado, 18 de septiembre de 2010

Inescindiblemente





Respiro hondo porque en el fondo me ahogo. El tiempo ya no es el motor que me mueve, ni la ilusión el juego apasionado que alguna vez fue el combustible de mi alma. Las heridas cierran mal y la realidad llega tarde a cauterizarlas violentamente. El entorno me encierra en la mentira que es un way of life sin color, farsa comparsera de máscaras que son a su vez las máscaras de infinitos rostros mudos. Pero en el tumulto busco - y sé que voy a hallar- esa mirada que me alcance y me eleve hacia una forma superior de sentir el Mundo. Y en medio de tanto dolor y tantas mentiras, la amaré y seremos inescindiblemente uno solo para siempre.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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domingo, 29 de agosto de 2010

A ellas...

Puede ser la empleada de un comercio que con su sonrisa real o aun fingida nos cautive. Cualquier mujer parada en una esquina esperando el colectivo, o levantando la mano para parar un taxi con refinado gesto femenino y la gracia del ballet. Quizás una amiga, una compañera de la vida, o tal vez una ex novia o una amante. Mujeres presentes y ausentes, una imagen en la pantalla, una foto de revista o una dulce princesa que emerge desde el sueño para grabarse a fuego en la memoria. Una sombra que se pierde en la vereda de enfrente dejando para siempre tras de sí su estela de ausencia. Una voz que se acerca al oído del poeta susurrando dulcemente palabras de amor. Los amores imposibles o los posibles que no fueron ni serán.
En este mañana que vivo todavía como un hoy, los autos rozan el asfalto allá afuera en el balcón, y en cada rincón de la avenida, agazapadas en los laberínticos pasillos de universos paralelos, reposan conspirando a favor de las letras, las hermosas e infalibles musas de todos los ayeres y de todos los mañanas.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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viernes, 18 de junio de 2010

Carta a un amigo

Querido amigo Franco:
No le cuentes nada a Mariana. No le digas nada, ella ya tuvo suficiente. Pensar que al principio todo estuvo tan tranquilo, todo fue tan lindo hasta que vinieron a embarrarnos la cancha los fantasmas del pasado…
Al principio fueron sólo mensajes de texto, después empezaron las llamadas telefónicas en horarios y tono inapropiados, más tarde comenzaron los acechos...
El tipo la esperaba a la salida del trabajo y la amenazaba, le hacía escenas de celos, hasta me contó que una vez llegó a zamarrearla del brazo. Con cada encuentro, el tipo iba poniéndose cada vez más violento. Cuando me contó todo esto juré encontrarlo para cagarlo bien a trompadas, pero ella me frenó, me pidió que no lo hiciera, que tuviera paciencia, me prometió que ya se le iba a pasar, que pronto todo iba a estar bien y que íbamos a poder ser felices…
El tipo no entendía que Mariana ya no le pertenecía (que nunca le perteneció porque las personas no son de nadie), que era en mis brazos donde ahora ella elegía estar, que era yo su hombre, su amor, y que él ya era parte de su historia pasada y que entonces tenía que seguir adelante, conseguirse otra mujer, vivir para, y pensar en otra mujer, y no en la que había perdido por sus errores y engaños, porque ella ya estaba conmigo y no con él…
Le hice caso a Mariana, sabés que por amor uno a veces prefiere contenerse, amansarse, no tomar decisiones abruptas que puedan poner en riesgo la estabilidad de la pareja. Soporté así unos meses, anhelando que el tipo se dejara de joder. Hasta pensé en hablar con él, con eso te digo todo, presentarle a alguna amiga mía…, qué se yo, me estaba volviendo loco, quería hacer cualquier cosa para que se alejara de Mariana, para que se alejara de nosotros, aunque a veces se me ocurría cada idiotez…
Decidí seguir esperando, pero pasaron varios meses más y nada cambiaba. Los encuentros sorpresivos y los constantes acosos del tipo a Mariana eran cada vez más frecuentes, y paulatinamente mi fatal sentimiento de angustia se iba convirtiendo en una brutal paranoia, una enquistada enfermedad que me hizo perder finalmente toda la cordura. ..
Llegó un momento en que los acosos cesaron, o al menos eso me dijo ella. Pero mi odio ya madurado hacia el enemigo no cesó, algo se había resentido en lo más hondo de mi ser. Entonces averigüé dónde vivía y fui a su encuentro. Lo agarré saliendo de su casa una mañana.
El arma me la consiguió un conocido, era una pistola con la numeración limada y algunas balas en el cargador. Lo empujé para adentro de un pasillo de la cuadra. Creo que llegó a argumentar alguna defensa, sinceramente no alcancé a escucharlo, no quería escucharlo… Creo también que descargué el arma completa sobre el cuerpo del infeliz, no recuerdo los detalles, estaba realmente enfurecido…
Cuando recuperé la calma me encontraba agazapado en el piso contra la pared del pasillo y la cabeza entre las rodillas. Un policía me levantó del brazo y acto seguido me colocó un juego de esposas en las muñecas, por la espalda. Lo que haya pasado después es aún más confuso…
No limpié las huellas del arma, ni borré pisadas, ni arrojé la pistola al río, ni me guardé unos días en casa, ni hice nada de lo que había planeado. La mezcla entre estupor y morboso placer que me atravesaban en ese momento dieron por tierra con todo el plan, porque tenía un plan, lo tenía…
Dentro de quince minutos apagan las luces del pabellón y la cárcel se vuelve literalmente una tumba. Qué bueno es en estos momentos de desasosiego saber que cuento con un amigo, con un confidente como vos. Siempre aprecié la gran lealtad que demostraste en todo momento de saber guardar y compartir secretos. Te dejo todo lo que encuentres en mi cuartucho de la pensión, es poco y nada, pero es todo lo que tengo y a nadie más se lo daría, mi gran amigo. Acá en el calabozo tengo sábanas, una mesita y una silla, también cuelga del techo un foco a suficiente altura…
No le cuentes nada a Mariana, ella ya tuvo suficiente…Pero si la ves cuando vuelva de Europa, quiero que le digas que la amo y que la amé siempre, que la extraño mucho, que voy a estar pensando en ella hasta el segundo final, y que si me mato es porque no quiero vivir sin ella, ni que ella pierda su vida viviendo al lado de un asesino. Gracias, Franquito. Un fuerte abrazo.
Esteban


Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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jueves, 3 de junio de 2010

Lo que el río trajo


La noche caía a nuestras espaldas sobre la ciudad, y la ciudad aplastaba el sueño de la gente con su silencio de reposada vorágine. El viento frío azotaba nuestros rostros, cuarteándonos la piel, mientras perdidos en la mente caminábamos a orillas del río más ancho del mundo, compartiendo así nuestro amor que era el más grande del mundo a esa hora y en ese lugar.

Algunos pájaros picoteaban sobre la arena las sobras asquerosas que los paseantes del día anterior no se habían molestado en recoger. El trinar incesante de características buítricas, sumaba algo de mística y terror a la noche, pero no llegaba a romper aquel cuadro de romanticismo, en que dos sombras caminando juntas tomadas de la mano en la eterna inmensidad de la noche fría, iban ganando y mereciendo el protagonismo que tenían.

Tomaste un guijarro del suelo (una piedra del piso), y la arrojaste hacia el agua para que hiciera patito (o sapito, si es que los sapos pudieran tener la destreza de dar saltos sobre el agua): cuatro piques y el sumergimiento repentino. Copié tu accionar: sólo dos piques. Nunca pude ganarte en nada. Tal vez estuvimos por horas compitiendo, tal vez las piedritas de la playa se habían acabado para cuando terminamos de jugar. Lo cierto es que el paso del tiempo nos sorprendió encandilándonos con la mortecina claridad de un incipiente amanecer.

El maravilloso paisaje que se dibujó ante nuestros ojos, recordaba tal vez a una postal retocada, donde la mugre y lo grotesco del descuido humano no se notan y cualquier espantoso paisaje del mundo se nos muestra como hermoso.

Me dijiste “te corro una carrera hasta aquel pajonal”, y como dos niños que se dejan llevar, emprendimos un torpe correteo a través de la playa, y otra vez mi derrota se hizo un lugar en el ranking de juegos perdidos. Nos dejamos caer exhaustos sobre la arena y nos tomamos de la mano. Nos besamos por un rato y nos quedamos dormidos, drogados por el sopor de un profundo cansancio.

Horas después me despertó el escozor de un junco clavado en las costillas. Abrí los ojos y el resplandor del sol incidiendo directamente sobre mis ojos me encandiló fuertemente. Algunos segundos después logré enfocar la vista. Una pequeña multitud de gente nos rodeaba y nos miraba con muecas oscilantes entre el asombro y la estupidez. Noté que seguías dormida a mi lado.

Surgió de entre la gente un hombre vestido con ambo blanco, y arrodillándose junto a vos, te tomó el pulso en el cuello y la muñeca izquierda Se acercó al primer hombre, otro vestido con uniforme policial. A espaldas de ellos, sobre la calzada de la costanera, una ambulancia alumbraba alternadamente la escena con sus faros giratorios.

Dos señoras compungidas me preguntaron si estaba bien, si necesitaba algo. Les dije que no, que nos habíamos quedado dormidos, que no entendía qué estaba pasando.

“Esta chica lleva dos o tres días fallecida”, dijo el presunto médico; “Señor, va a tener que acompañarme a la comisaría, tiene que dar algunas explicaciones”, dijo el comprobado policía.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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miércoles, 24 de marzo de 2010

Réquiem



Y si hicimos aquello que queríamos hacer, ¿cómo vamos a quejarnos?, ¿con qué derecho sacado de que arcaico código podríamos justificar tan aberrante conducta? La culpa fue nuestra y de nadie más, aunque podríamos señalar y elegir culpables a dedo. Podríamos decir “fue el Destino”, “fueron las fuerzas de las circunstancias”, o cualquier otra falacia que nos haga aparecer ante los demás como menos implicados, que nos expulse del centro de la culpa. Pero no. Sabemos que no es cierto, cualquier excusa es rayana con la hipocresía. Fuimos nosotros los que lo hicimos. Nosotros los RESPONSABLES. ¿Con qué derecho?, con el derecho de creernos más, superiores, mejores que ELLA. Sí, eso, nos creíamos mejores que ELLA, pero ahora que hicimos lo que hicimos ya no lo somos. No, somos monstruos. Arrebatar una vida así, por insignificante que fuera o creyéramos que fuera. Somos monstruos como ELLA también lo fue con nosotros, con su reguero de sangre, sus bombas, y sus miserias. Con la sangre de los inocentes que ella derramó por doquier, furtivamente, la muy cobarde. Cobarde y miserable, sangrienta y a la vez tan, pero tan necesaria. Justificada, ¡esa es la palabra!: sangre justificada. Justificada de Justicia. Justicia por lo que nosotros le hicimos, Justicia por mano propia, Justicia por tantas mentiras, persecuciones, violencia y terror. Justicia con mayúscula y a los gritos, por tanta tortura. Teníamos que acallarla, esconderla, nuestros fines eran superiores, sí. La patria, el honor, la moral y el orden público, primaban sobre esas descabelladas ideas de toda esa gente cobarde que combatía por defenderla a ELLA con sus principios sacados de cuentos de Hadas. Pero el dolor enceguece y el enemigo se torna omnipresente, está en todos lados, es un Dios diabólico que todo lo abarca y lo domina, infundiendo el temor con su violencia. Nosotros también temíamos y estábamos aturdidos, aterrorizados, con miedo, mucho miedo. Y ese miedo también nos hizo ciegos y la matamos, la matamos a ELLA, a sus hijos y sus imitaciones, a sus ecos, sus émulos y réplicas, matamos todo lo que se pareciera a ELLA. Ninguna orden lo justificaba, sólo el temor, el temor de descubrir que lo que defendíamos era una mentira, que los valores de ELLA valían tanto como los nuestros, o incluso más, porque eran puros. La Disciplina y la Libertad lucharon en un campo de batalla sin fronteras, y en las calles y en todos lados, el enemigo omnipresente se volvió un pulpo con millones de tentáculos incontrolables. Aniquilamos y fuimos aniquilados, pero no hubo Justicia jamás. Nosotros éramos mejores y además superábamos en número y poder a los que enarbolaban su bandera. Las banderas de ELLA.
Su nombre era Revolución y nosotros la aniquilamos e incineramos en el Olvido. Se nos fue la mano: asesinamos tanto que tras de ella murió la Patria, el honor huyó despavorido, y todo aquello por lo que luchábamos fue enterrado junto a sus hijos.
Hoy, sus cenizas son levantadas por este viento de esperanza y produce esta nube espesa que nos ahoga y que nos pide que ELLA vuelva. Resucitarla es ahora nuestra misión.

A los que lucharon y a los que murieron luchando
In memoriam
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti

domingo, 7 de febrero de 2010

Refranero III


Todo quedó y nada pasó, y lo nuestro fue estancarnos en el tiempo sin construir caminos, ni siquiera en tierra firme. Perseguimos la Gloria y alcanzamos la Desdicha. Volvimos la vista atrás y al andar insistimos en mirar las sendas que volvimos a pisar una y mil veces. La inseguridad nos llegó demasiado temprano, cuando retrasarla hubiera valido más que nunca. “Seguro” salió bajo libertad condicional pero se instaló en la casa de otro. Nunca supimos que sabíamos poco y nada, y la ignorancia copó todos nuestros espacios. De tanto prevenir imposibles, terminamos valiendo la mitad. No hallamos consuelo ni para el mal de los dos solos. Por poner las cuentas en claro, las tachamos sin borrarlas y casi terminamos como enemigos. A nuestro juego nos llamaron y por apostar perdimos todo. Buscando el pelo en la leche, lo encontramos en el huevo y resultó ser un kiwi. Fuimos locos buenos repitiendo el mismo tema en compañía. Nuestro Matusalén nació muerto. Cortados por distintas tijeras, los sayos y los ponchos nos quedaron chicos y los bombos y platillos sonaron desafinados. Consultamos con la almohada lo que la cama entera ignoraba, y nos quedamos dormidos sobre los cardos de nuestra derrota. Pagamos un ojo de la cara por nuestros fracasos, y al lograr abrir los ojos debimos conformarnos con realidades a medias. Los cuervos que criamos terminaron el trabajo de dejarnos ciegos, aunque no lo quisimos ver. Entonces cruzamos los dedos y se nos retorcieron las tripas. Fuimos ratones tristes en el velorio del gato, y nos cambiaron al muerto por una liebre. Cuando el río sonó, el mar del pasado nos trajo un tsunami de malos recuerdos sobre las espaldas. Nuestro tropezones fueron brutales caídas y a golpes y porrazos terminamos magullados. Dijimos sin hacer por el trecho más corto y a los hechos les pusimos las espaldas. Cortamos por lo sano y nos sangró lo que amputamos. El hilo de nuestra relación se cortó por el lado de los errores más gruesos, y por perder el tiempo enterándonos de noticias viejas se nos derritió el chocolate. Acumulamos piedras por sabernos pecadores sin decir los pecados, y construimos con ellas el muro que nos separó, tropezándonos una y mil veces. La felicidad estuvo en las pequeñas cosas pero se nos había empañado la lupa, y el microscopio de la duda sólo sirvió para ver los microbios de una vida virulenta. Quisimos dar vuelta la página y nos cortamos los dedos con el borde de la hoja. Las cenizas que quedaron de nuestro fuego se mojaron con las lágrimas y no se encendieron nunca más. Huimos en cada batalla y perdimos como en la guerra.
Perdimos las guerras que luchamos y al abandonarnos ganamos el tiempo que habíamos perdido. Tiempo al tiempo...y el bien que nos hicimos durará cien años.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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martes, 19 de enero de 2010

La campanita

Cada objeto ocupaba su lugar dentro del orden cósmico del hogar. Los objetos saben amoldarse a su rutina ornamental y cumplen fielmente su función sin quejarse jamás. Es difícil enterarse si son víctimas del agobio, aunque observándolos bien se puede ver al cansancio que padecen reflejado en el desgaste de su materia, esa alma que los fríos hombres describimos con sistemas de medidas y adjetivaciones siempre insuficientes.
La campanita de cerámica había pendido estoica por años, debajo de sus dos hermanas, y las tres, flotando bajo las nubes, velaban sueños entre ángeles y llamadores vítreos. La brisa solía colarse entre ellos provocando un melodioso tintineo. Cruel realidad de algunos objetos que necesitan de una fuerza extraña y externa, para expresar su existencia. Cruel realidad también para algunos hombres.
Pero la brisa puede tornarse en fuerte viento, y sus consecuencias pueden devenir en crueldad. Los hombres duermen cuando están cansados, y sueñan. Y a veces cuando sueñan no escuchan al viento. Los objetos reposan porque es su inherente función, y cuando se cansan de ser objetos, sucumben.
La involuntaria complicidad con el viento - casi una instigación- del soñador que olvida una ventana abierta, puede arrebatar a la estática campanita de cerámica la inocente ilusión de flotar, porque ella no sabe que la sostiene un hilo viejo y raído, porque ella es ajena a crueldades y desidias. Aunque a veces las padezca no sabe nombrarlas, medirlas, ni adjetivarlas. Ni vislumbra su eminente tragedia.
Desconoce también el cosmos instaurado, y aunque ella misma sea parte de la historia del hogar que habita, no sabe del paso del tiempo e ignora el desgaste de su cuerpo. Ese cuerpo hecho con la misma materia con que está hecha su alma, porque alma y cuerpo son una sola cosa en ella.
Cada objeto ocupaba su lugar dentro del orden cósmico del hogar. Ahora la campanita (sus fragmentos y sus trizas) yace sobre la mesa del comedor y un nuevo cosmos hogareño se impone. Hasta que el soñador se digne a arrojarlas a la basura en un vano intento por reinstaurar el orden, porque sin la campanita de cerámica, el orden cósmico del hogar ya no es el mismo: ha nacido un nuevo orden, un orden en el que aunque haya tantos objetos, sobra un espacio y falta una campanita de cerámica. Un orden en el que en las noches de viento, ya no se oye la misma melodía.
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti


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martes, 24 de noviembre de 2009

Vademécum


Anacrónicas voces llegan desde el más allá y me aconsejan asincrónicamente, arrogantes y erguidas sobre la borrosa línea que separa el sueño de la vigilia. Mi alma bosteza queriéndose hundir en un sueño perpetuo, ya cansada de ser víctima de la burla que le hacen las verdades tristes que vienen a jugarla de amigas cuando ya todo se perdió. Abro los puños y cierro el corazón para que no se escape de él el amor, pero tras el amor se ha colado el dolor.
Cierro los ojos para buscar en mis retinas gastadas de llanto, una imagen o una palabra tácita o explícita que sean una respuesta total y definitiva, para aferrarme a ella y resurgir de mi pesadilla. Pero sólo llueven palabras confusas. Palabras que también son imágenes y juegan con mi cordura, mezclándose, haciéndose ininteligibles. Agregando confusión a la hoguera donde arden mi coherencia y mi claridad mental que junto a mi Yo se queman y se borran aniquilando el Ser.
Palabras que son voces que llegan tarde. Ecos de verdades que perdieron la oportunidad de llegar a ser comprendidas y llegan a mí a destiempo. Entonces cierro los puños y abro el corazón para ayudar al dolor a escapar. Pero tras él se escapa la esperanza, y siento que me muero asincrónicamente…
Platonismos que no tienen la suficiente entidad como para ser siquiera llamados sueños. Gigantescas colecciones de tomos repletos de teorías, que se mueren en un índice apócrifo y mal escrito en mi imaginación. Bibliotecas de Babel que no son nunca visitadas por pensadores ávidos de sabiduría. Caminos inconclusos, tierras vírgenes jamás transitadas por hombre alguno, y una vida entera a estrenar. Mapa de mi mente.
Anecdotarios repletos de cosas que cuando me hacen bien me llenan de alegría, pero que son las mismas que cuando me hacen mal me perforan el corazón y derraman su veneno de dolor por toda mi alma y mi cuerpo, avasallando a un espíritu por demás debilitado. Recuerdos que invaden y atormentan mi mente, representando a otro lugar común y cursi más, del tipo común y cursi que soy, al que se le acabaron las palabras. Efemérides de mi alma.
Inspiraciones que se esfuman antes de llegar a ser verbo. Palabras que pierden su sentido al pronunciarlas. Reflexiones enredadas usadas para expresar sentimientos que se definen por sí solos, y la duda plantada en el centro de cuestiones que necesitan ser explicadas urgentemente.
Finalmente, el jactancioso predominio de la Razón cede el paso al absurdo, y en los más irrazonados rincones de mi ser, descubro que residen las respuestas que mi mente no supo antes encontrar. El tiempo consumido, mal y sistemáticamente insumido en intentar comprenderlo todo, en rotular cada pequeñez de la existencia hasta la histeria compulsiva, reviste una evidente inutilidad ahora que lo veo todo tan claro.
El corazón es tan sencillo que no necesita gritar sus verdades, pero su sutil voz se pierde en los laberínticos senderos de una mente que me aturde gritando sus mentiras (y que me suenan a verdad). Pero eso es, quizás, sólo otra forma de locura…
Decido regresar a lo simple, porque desde la llanura de lo sencillo se divisa con mayor claridad el panorama de lo complejo. Desde el llano es desde donde se contempla mejor la fisonomía de la altura. Desde el fondo del abismo es que nos damos cuenta que hemos caído en él, y de que es necesario escalar para salvarnos. Paisaje de mi Ser.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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jueves, 12 de noviembre de 2009

He descubierto



He descubierto que a veces las buenas ideas se asemejan a las moscas: cuando las tenés a punto se te escapan, y cuando lográs retenerlas es porque ya están muertas.

Esta hoja seguiría en blanco si no fuera porque el irrefrenable impulso de necesitar escribir algo, no sé qué cosa, pero algo para intentar aquietar esta intensa sensación de vacío que me desborda, me ha puesto ahora frente a la computadora con el fin de matar el tiempo por un rato (aunque si al tiempo no empleado útilmente se lo llama tiempo muerto, la expresión matar el tiempo debiera ser suplida por una expresión más lógica, algo así como darle vida o revivir al tiempo).

Un incesante tictac -anacrónico para la actual Era de lo digital- marca el ritmo de mi escritura, y aunque si bien no hay relojes cerca, el tiempo corre igualmente y lo que escucho es su transcurso marcado por mi pulso. El tiempo es la ficción más aberrante creada por el Hombre, y a su vez su más real conciencia de comprender que todo muere algún día.

Inevitablemente no logro escribir nada que me agrade. Evidentemente no estoy inspirado y hoy no soy una buena versión de mí mismo. A menudo me descubro lejos de mi propia versión ideal y me consumo, como esta hoja, en un mero ensayo.

Como la mosca que no llega a escaparse, estas palabras que aquí escribí no levantarán vuelo jamás y no son más que letra muerta, aplastadas por la mano gigantesca de la desinspiración. Pero tal vez, con suerte, logren llegar a ser, al menos, inspiradoras para alguien.





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jueves, 5 de noviembre de 2009

Otras vidas

Crear ficciones es la más habitual de mis realidades. Vías de escape, dirían algunos. Huir de las fastidiosas realidades propias llevando la mente hacia ilusiones absurdas de hipotéticas vidas alternativas repletas de emociones, para escaparme de mis emociones reales, por más inútil o absurdo que pueda parecer. Metafísico. Tonto.
Como quien acomoda la mercadería de un comercio por rubros, ir creando paradigmas y categorías ideales en la mente para subsumir mis emociones en ellas, para definirme y ubicarme en alguna de ellas, y llegar a la conclusión de que a quien hace eso no le cabe más categoría que la de soñador.
Mi género: hombre; mi especie: tonto; mi subespecie: soñador. Hombre tonto y soñador. Procedimiento absurdo e inútil. Una pérdida de tiempo. Toda categoría posee esencialmente los caracteres de provisoria e incompleta: siempre queda al menos una excepción por fuera de ella, y con el tiempo se vuelve indefectiblemente obsoleta y arcaica. Irrefutable paradigma. Fugaz hermenéutica. Exégesis de un objeto en que el sujeto se halla comprendido. Ciencia blanda. Hombre tonto, soñador y blando: proyecta, sueña, nombra y califica, pero no actúa. Fugaz existencia.
Crear ficciones es la más habitual de mis realidades. Ficciones categorizadas de lo categóricamente ficto. Vías de escape, les dicen muchos. Un hombre tonto, soñador y blando perdiendo su tiempo, digo yo. Tenaz insistencia. Y tonta sinceridad.
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti




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viernes, 30 de octubre de 2009

Algunas líneas


Decirse a uno mismo “debo seguir adelante”, y continuar avanzando…girar en círculos, o simplemente estancarse en un punto sin tener jamás la certeza de si nos pasamos de largo o si dejamos atrás lo que de veras importaba. Con la moral de doble mano, el espejo retrovisor del corazón empañado y toneladas de futuro encandilándonos de frente.
Lo que nos toca en suerte son este triste paisaje y este camino recto de líneas sin dimensiones que caen cerca nuestro sin tocarnos jamás, sin afectarnos, sin percatarnos de que ellas existen, o sin que ello llegara a importarnos en algún modo.
Nos toca en suerte pero no nos toca. Viajamos en contradicción porque es su falta de puntería certera lo que nos afecta. Nos afecta que no nos afecte, nos importa que no nos importe, y estamos ahí expectantes, anhelando un resultado que rompa el espacio que nos envuelve. Que caiga sobre nuestro camino algo que sacuda su monotonía y la propague en millones de policrómaticos trazos que dibujen para nosotros otra realidad, quizás más bella.
Y en cada descanso del viaje nos toca esperar. Esperar que nos toque la suerte algún día de encontrar la línea contundente que trace el camino hacia un nuevo despertar que logre descartar nuestros sueños obsoletos. Pero las líneas que caen no suelen tocarnos ni nos afectan, y nos afecta saber que nada importa...Y seguimos esperando.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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lunes, 26 de octubre de 2009

Refranero II


No logramos encontrarnos ni siquiera buscándonos. Soñar nos costó caro, y los sueños terminaron siendo pesadillas. Fuimos ricos pero pocos, y nuestra billetera se suicidó ante el más feo el día que la nieta se quedó estéril. El oro se oxidó junto al plomo reluciente. Dejamos correr el agua que no bebimos, y bebimos del agua que juramos no beber. Escupimos al piso y nos manchamos los zapatos. Fuimos huérfanos y nos mordió un perro sin cuerdas vocales. Le disparamos a un pájaro con ametralladora pero le atinamos al nido. Cerramos la boca después de tragarnos las moscas. No hicimos nada pero pagamos por ello. En la inmensa ciudad vivimos nuestro pequeño infierno y el corazón se nos hizo diminuto en un tres ambientes. El capitán consiguió mujer en un puerto, y abandonó la nave, delegándole su mando a un inepto marinero. Nadamos a favor de la corriente y morimos con anzuelos clavados en la aleta. Medimos cada cosa con varas diferentes y fuimos profetas en nuestra propia tierra, justo cuando la nobleza incumplió el contrato y se las tomó con la plata. Compramos leche fortificada sin derramar ni una sola lágrima y fuimos giles afanosamente. Nos fuimos por la tangente y nos perdimos en la bisectriz. Nos quedamos con la música en casa y bailé con la más hermosa, pero la fiera aturdida se exaltó y nos quitó lo bailado. Fuimos despacio y llegamos hasta ahí nomás. Fuimos súbditos ciegos en el país de los linces. Un chancho chiflaba Vivaldi ante el asombro de un sapo del mismo pozo que, absorto, pestañeaba el mismo día que la araña sufrió trastorno de múltiples personalidades y se puso a perseguir mariposas que no pensaban en otra cosa. Con la dentadura intacta y la panza contenta, Dios nos dio pan de ayer y nos vació el corazón. Estuvimos mal estando solos, pero peor acompañados. No logramos ni con maña lo que fuerzas requería. Nos reímos primeros y desafinados ante el degollado, y morimos atragantados por la risa. Dejamos para nunca lo que no pudimos hacer jamás… ¿quién nos ha visto, si ya nadie nos ve?
Nos sentimos como Pedro en casa ajena, y nos ahogamos en una taza vacía. Taza, taza: cada cual para su casa.




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sábado, 10 de octubre de 2009

Refranero (sujeto a correcciones y ampliaciones)


Me diste un buen puerto lleno de leña, y yo en esa época usaba estufa a gas y no tenía parrilla. Fuiste mil veces a la fuente con un cántaro de Tupper, mientras que yo lloraba ante la leche aun no derramada. Me dijiste que andabas conmigo, pero yo mismo no sabía ni quién era. Dijiste pocas palabras pero siempre fui mal entendedor. Cambiamos ojo por pierna, y dos cuerpos enteros por un corazón destrozado. Nos vencimos en la segunda sin llegar a la tercera, y tuvimos dos sin tres, pero casi dos y media. Escuché con oídos necios tus mudos silencios, pero no tuve la sabiduría de ser a veces sordo. Nos levantábamos tarde cuando amanecía muy temprano, y Dios nos madrugó cuando intentamos ayudarnos. Vimos con el corazón y no sentimos con los ojos. Un pájaro se fue volando solo cuando se nos murieron los cien que quisimos retener en nuestras manos. Quisimos celeste y nos costó un presente negro y la carencia de miles de noches blancas. Fuimos pingos en la cancha enceguecidos por las anteojeras. Nos dormimos como niños y amanecimos empapados. Fuimos bueyes solitarios con ampollas en la lengua, y el día en que más pensamos el mono se vistió de seda, se convirtió gratuitamente en bailarín y se puso a hacer bonsáis con su navaja. El tigre se acomplejó porque la vejez le impuso una mancha más. Apretamos poco y abarcamos mucho, fajados sobre las costillas. Llenamos el camino al Cielo de malas intenciones y supimos más por diablos que por viejos. Pusimos mala cara al buen tiempo, pero nos llovió siempre que paró. Hicimos el mal sin mirar a quién. Hiciste siempre lo que yo hacía pero no lo que te decía. Y aunque bajo el sol todo era nuevo, reímos últimos y peor que nadie, y eso que alguna vez habíamos sido los primeros. El tiempo no pudo decirnos nada y confundimos la enfermedad con la cura. Colocamos diéresis en cada consonante y le amputamos las piernas a la verdad. No le miramos los dientes al caballo que pagamos caro, y Dios le dio migajas al pingo desdentado. Averiguamos mucho más que Dios y no nos perdonamos… Sólo los males nos vinieron bien.
Después de todo (o antes que nada), si dicen que peor es nada, es porque mejor es todo, y todo es mejor ahora. Aunque mi casa sea de palo y mi cuchillo de herrero y me sienta como un zapatero con los guantes rotos.

Ignacio Martín Pis Diez Pelitti










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domingo, 4 de octubre de 2009

Si algún día puedo

Volá otro poco más que yo más adelante si puedo te alcanzo y bajamos juntos a la tierra. Pero a la tierra y no al infierno que hemos habitado. No seas como el Ícaro que se muera con el sol radiante de mi rabia. No derritas tus alas de amor y cera en la hoguera de mis iras. No intentes comprenderme aunque yo te lo exija, si yo sólo entendí siempre que te amo cuando sos lo que espero, pero me odio cuando no sos lo que quiero. Y si te extraño cuando siento que me muero, alejate más todavía, porque permanecer a mi lado sólo te corta las alas, la respiración, y te deja sin vida. Si te opaco, pero no por mi brillo, sino porque mi mente oscura calcina con su llama autoritaria, entonce volá, volá bien lejos de mí, que si algún día puedo te alcanzo y bajamos juntos a la tierra de nuevo. Lejos de todo infierno.


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti







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miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los reptantes


Con el rotundo devenir de los años, la piedra de los tiempos hizo ruido al caer, y estalló su miseria sobre la inocencia de las almas que, contemplativas, supusieron pero no evitaron su desgracia.
El agravio patente que los tiempos enrostraron sobre las simuladas inocencias, arrastró consigo a la poca integridad moral que quedaba viva.
Bajo los escombros musgo creció, y los gusanos ganaron el espacio de la tierra fértil, fagocitando de ella los restos de un pasado lleno de bella vida.
La mentira fue el hogar de los suplentes parásitos y creció por doquier la mala hierba tapando con sus tupidas ramificaciones a la luz de la esperanza.
Ahogados, oprimidos, los pocos sobrevivientes que antes fueran los gregarios seres de una ahora comunidad extinta, se fueron refugiando en las improvisadas guaridas que la urgencia les demandó. Chozas diminutas, de barro, de conchilla, vestigios de la desaparecida civilización sirvieron de desesperado cobijo. Cualquier refugio era bueno antes que perecer a la intemperie devorados por los insectos.
Construyeron un nuevo mundo al amparo del recuerdo de un pasado que no volvería. La añoranza devino en sueños, y los sueños en utopía. Todo estaba perdido, las sombras eran ahora su hábitat, y vigilar los intersticios de los refugios para protegerse del enemigo hostil, sería la razón justificativa para seguir viviendo. Vivir para no morir, y no morir para estar atentos.
Algunos birlaron la vigilancia de los gusanos y lograron escapar, pero no se supo más de ellos. Otros fueron devorados en el intento.
Los gusanos fueron adquiriendo formas de organización social superiores, con la correlativa y simultánea involución de los oprimidos. Pero no todos se embrutecieron, sino que de entre los propios refugiados fueron surgiendo mentes que supieron aprender del enemigo. Émulos de las prácticas parasíticas, fueron aprendiendo el arte de arrastrarse y alimentarse a costa de los otros, y lograron así mimetizarse entre ellos.
Pasaron varias generaciones de instalarse entre las filas enemigas, de mezclarse en el mestizaje espantoso de los anélidos, platelmintos, nematodos, acantocéfalas, nematomorfas y sipuncúlidos. Las larvas se multiplicaron infinitamente en una estratégica y orgiástica promiscuidad usada como maniobra distractiva y de paulatino debilitamiento de las filas enemigas. Y una vez confiado el enemigo y satisfecho el ego del heterótrofo monarca, cuando ya todo era putrefacción pestilente, los infiltrados dieron el golpe final y arrasaron con las vidas de los opresores en sólo diez noches de vermicidio* masivo. Las tropas infiltradas tomaron el mando, volvió la tierra fértil, la utopía devino en sueños, y los sueños en esperanzas de cambiar la realidad.
Pero tantos años entre los gusanos habían dejado su reptante huella en la idiosincrasia de los revolucionarios…Cuando bajo la simulación de una resurgente democracia alcanzaron los puestos de mando y liderazgo, su naturaleza parasitaria tan bien aprendida y asimilada ya en su propia sangre, fue más fuerte que la causa inicial que los había impulsado. Arrastrándose sobre las cabezas de sus esperanzados pares, aplicaron despiadada y sistemáticamente como forma para su propia subsistencia, la de alimentarse de los otros. Pero esta vez, la presa fueron sus propios hermanos.



* [1] Neologismo por vermes: gusano, y cidio: elem. compos. Significa 'acción de matar'.


Ignacio Martín Pis Diez Pelitti


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