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martes, 15 de marzo de 2011

De historias y reflejos


Cuando Patrick enfermó, sus doctores no supieron dar con un diagnóstico acertado. A fines del Siglo XVIII en Alemania, la medicina no se encontraba aún en un nivel de conocimiento lo suficientemente avanzado como para detectar, y en muchos casos ni siquiera nombrar, a cierta clase de enfermedades. Sobre todo las que son de índole psicológica.
Desde una óptica axiológica actual, podría acusarse de retrógrados a los profesionales de la medicina de aquel entonces, pero claro está, que ubicándonos en su tiempo, nos estaríamos retrogradando nosotros.
Recordemos que, todavía hacia el siglo XIX, los enfermos mentales eran encerrados en siniestros albergues, en los cuales eran sometidos a lo que en aquella época se conocía como "tratamientos morales”, sin más justificativos que los de tener por fin reducir la "confusión mental" y "restituir la razón" de los enfermos
Recién hacia fines del siglo XIX, justamente, fue que surgió por primera vez el concepto de "enfermedad mental”, y la psiquiatría daría su salto definitivo hacia la órbita de la medicina. Fue en 1896, que Emil Kraepelin, diagramó un sistema de identificación y clasificación de los problemas mentales, base vigente de los modernos estudios psiquiátricos.
Lo cierto es que Patrick estaba cada vez más enfermo, y si bien presentaba eventualmente notorias mejorías, las recaídas eran cada vez mayores, situación ésta que mantenía conmocionada a toda su familia, en especial a su padre Frederick.
El 16 de marzo de 1795, Patrick falleció inesperadamente por la noche, mientras se hallaba durmiendo. Su cuerpo fue hallado inerte, tal y como había sido visto por última vez: recostado boca arriba en su lecho. Junto a la cama, tirado en el piso, yacía también el cuerpo ya sin vida de Frederick.
Al día siguiente, conmocionada toda la casa y constituidos la policía y los médicos en el lugar, se llegó a la conclusión de que Frederick -al no resistir ver a su primigenio muerto- habríase quitado la vida mezclando varios medicamentos de los que tomaba a su hijo para su tratamiento (cuyos frascos se hallaban destapados en el pequeño boticario emplazado en la habitación de Patrick). Nadie prestó atención en aquel momento, al libro que se encontraba apoyado sobre la mesa de luz.
Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchausen (Bodenwerder, 11 de mayo de 1720 – ídem, 22 de febrero de 1797), fue un barón alemán que en su juventud sirvió de paje a Antonio Ulrico II, duque de Brunswick-Lüneburg y más tarde se unió al ejército ruso. Sirvió en dicho ejército hasta el año 1750 y participó de dos campañas militares contra los turcos. Sin embargo, es más famoso por haber narrado a su regreso de la guerra, una serie de asombrosas historias, por no decir inverosímiles. Estas increíbles proezas, incluían haber montado sobre una bala de cañón, realizar un viaje a la luna, o salir de un pantano jalando de su propia cola de caballo.
La curiosa inventiva del escritor Rudolf Erich Raspe, dio con la creación de un personaje literario, una obra mezcla entre lo descomunal y el antihéroe; simpático y gracioso en algunas ocasiones; penoso en otras.
Dicha obra fue publicada por primera vez en Londres en el año 1785, bajo el título de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen (The Surprising Adventures of Baron Münchhausen);. Constituye actualmente un obligado mito de la literatura infantil a quien deben su herencia, entre tantas otras obras, la del Quijote de La Mancha y de Los viajes de Gulliver.
Habría de pasar mucho tiempo hasta que la psicología tributara su homenaje al barón, cuando configurara la caracterología del “Síndrome de Münchausen por poder”, también conocido bajo su denominación anglosajona, como “Münchausen Syndrome by power o by proxy”. Se lo presenta como una forma de maltrato infantil por proximidad. Es una perturbación por la que una persona intencionadamente causa lesión, enfermedad o desorden a otra persona, con el objeto de llamar la atención o lograr cualquier otro rédito personal. El “Münchausen por poder” ha sido descrito por muchos autores del gremio del psicoanálisis y de la psiquiatría, como uno de los modos más perjudiciales de abuso infantil. El perpetrador suele ser el padre, madre, tutor o su cónyuge; y la víctima suele ser un niño o adulto vulnerable. La mayoría de los casos involucran la inducción de la enfermedad física, aunque también es posible la inducción de condiciones que aparentan ser genéticas, o de desorden psicológico.
A fines del año pasado, viajé por negocios a Alemania, más precisamente en la localidad de Bodenwerder, y allí me hospedé en la casa de un amigo. En ocasión de este viaje, de entre todos los paseos en los que gentilmente me acompañó y guió mi camarada Imre -si bien todos muy atractivos y edificantes-, me llamó la atención la travesía que realizamos el día en que él me condujo hasta una pequeña plazoleta, en la que se halla emplazada una estatua del barón de Münchausen.
Lo curioso no es sólo esto, sino el hecho de que Imre me relatara la historia de su antepasado Frederick, el “tío loco” lejano que había asesinado a su propio hijo y luego se había quitado la vida. Me contó, que si bien por aquél entonces, las conclusiones médicas y policiales habían sido otras, él llegaba a la inferencia de asesinato seguido de suicidio, basándose en un hecho curioso que le había acontecido: revisando unas vetustas cajas de cartón que pasaron de generación en generación, atiborrando cada posible rincón de las casas de toda su familia, había hallado un libro que no pudo dejar de llamarle la atención. Ese libro era una edición inglesa de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen y que, a poco de leer la rúbrica y la dedicatoria en la retiración de la tapa anterior, podía leerse claramente, que dicho volumen había pertenecido a su remoto pariente Patrick y que a éste le había sido obsequiado por su padre Frederick, “el tío loco”, como él lo llamaba por repetición transgeneracional.
Allí mismo, parados sobre la plazoleta, contemplando la estatua del barón, fue que Imre dejó caer, la que en aquel momento me pareció descabellada versión, de que los psicólogos de antaño, habían tenido de algún modo acceso a la historia antigua de su familia (familia de renombre en Alemania, por cierto) y que con sutil ironía, habían nombrado al famoso síndrome bajo el apellido Münchausen, no como decía la versión original tributando al barón, sino haciendo una mal disimulada referencia a los hechos en los que los antepasados de Imre se habían visto envueltos. Hechos que por lo demás, también habían dado lugar a toda clase de mitos, historias y teorías, durante años y años, en Bodenwerder y sus zonas aledañas.
En conclusión, Imre me dijo que estaba seguro de que su “tío loco” había asesinado a su hijo primigenio, se había quitado la vida, y que muchos años después, por obra del boca en boca, habrían culminado por bautizar al síndrome con el nombre del libro que perteneció a su remoto antepasado.
Le pedí a Imre que me prestara el libro, si aún lo conservaba, y como al día siguiente yo debía partir de regreso a la Argentina, me lo prestó bajo la solemne promesa de regresárselo intacto cuando efectuara mi próxima visita, o cuando el viniera para aquí.
No comencé a leer el libro sino hasta anoche, algunos meses después de mi visita a Alemania. Mi mujer dormía a mi lado y los chicos –mis hijos Jazmín y Patricio-, habrían de estar durmiendo en su cuarto, que es contiguo al nuestro. Al llegar a la página 30 del libro, me llamó la atención la siguiente nota, casi ilegible por el irremediable paso del tiempo, escrita con pluma:
El Escritor de los Diez Nombres, transcribirá esta nota en el Libro de los Rostros, antes de la decimoséptima luna del décimo mes consagrado a Marte del XXI siglo cristiano; dará muerte a su primigenio y cerrará así el círculo de los muertos de todos los tiempos. La Historia es un espejo.”
Mañana -miércoles 16 de marzo de 2011- tengo turno a primera hora con un psicólogo que me recomendó un amigo. ¿Terminará allí la historia...?



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viernes, 18 de junio de 2010

Carta a un amigo

Querido amigo Franco:
No le cuentes nada a Mariana. No le digas nada, ella ya tuvo suficiente. Pensar que al principio todo estuvo tan tranquilo, todo fue tan lindo hasta que vinieron a embarrarnos la cancha los fantasmas del pasado…
Al principio fueron sólo mensajes de texto, después empezaron las llamadas telefónicas en horarios y tono inapropiados, más tarde comenzaron los acechos...
El tipo la esperaba a la salida del trabajo y la amenazaba, le hacía escenas de celos, hasta me contó que una vez llegó a zamarrearla del brazo. Con cada encuentro, el tipo iba poniéndose cada vez más violento. Cuando me contó todo esto juré encontrarlo para cagarlo bien a trompadas, pero ella me frenó, me pidió que no lo hiciera, que tuviera paciencia, me prometió que ya se le iba a pasar, que pronto todo iba a estar bien y que íbamos a poder ser felices…
El tipo no entendía que Mariana ya no le pertenecía (que nunca le perteneció porque las personas no son de nadie), que era en mis brazos donde ahora ella elegía estar, que era yo su hombre, su amor, y que él ya era parte de su historia pasada y que entonces tenía que seguir adelante, conseguirse otra mujer, vivir para, y pensar en otra mujer, y no en la que había perdido por sus errores y engaños, porque ella ya estaba conmigo y no con él…
Le hice caso a Mariana, sabés que por amor uno a veces prefiere contenerse, amansarse, no tomar decisiones abruptas que puedan poner en riesgo la estabilidad de la pareja. Soporté así unos meses, anhelando que el tipo se dejara de joder. Hasta pensé en hablar con él, con eso te digo todo, presentarle a alguna amiga mía…, qué se yo, me estaba volviendo loco, quería hacer cualquier cosa para que se alejara de Mariana, para que se alejara de nosotros, aunque a veces se me ocurría cada idiotez…
Decidí seguir esperando, pero pasaron varios meses más y nada cambiaba. Los encuentros sorpresivos y los constantes acosos del tipo a Mariana eran cada vez más frecuentes, y paulatinamente mi fatal sentimiento de angustia se iba convirtiendo en una brutal paranoia, una enquistada enfermedad que me hizo perder finalmente toda la cordura. ..
Llegó un momento en que los acosos cesaron, o al menos eso me dijo ella. Pero mi odio ya madurado hacia el enemigo no cesó, algo se había resentido en lo más hondo de mi ser. Entonces averigüé dónde vivía y fui a su encuentro. Lo agarré saliendo de su casa una mañana.
El arma me la consiguió un conocido, era una pistola con la numeración limada y algunas balas en el cargador. Lo empujé para adentro de un pasillo de la cuadra. Creo que llegó a argumentar alguna defensa, sinceramente no alcancé a escucharlo, no quería escucharlo… Creo también que descargué el arma completa sobre el cuerpo del infeliz, no recuerdo los detalles, estaba realmente enfurecido…
Cuando recuperé la calma me encontraba agazapado en el piso contra la pared del pasillo y la cabeza entre las rodillas. Un policía me levantó del brazo y acto seguido me colocó un juego de esposas en las muñecas, por la espalda. Lo que haya pasado después es aún más confuso…
No limpié las huellas del arma, ni borré pisadas, ni arrojé la pistola al río, ni me guardé unos días en casa, ni hice nada de lo que había planeado. La mezcla entre estupor y morboso placer que me atravesaban en ese momento dieron por tierra con todo el plan, porque tenía un plan, lo tenía…
Dentro de quince minutos apagan las luces del pabellón y la cárcel se vuelve literalmente una tumba. Qué bueno es en estos momentos de desasosiego saber que cuento con un amigo, con un confidente como vos. Siempre aprecié la gran lealtad que demostraste en todo momento de saber guardar y compartir secretos. Te dejo todo lo que encuentres en mi cuartucho de la pensión, es poco y nada, pero es todo lo que tengo y a nadie más se lo daría, mi gran amigo. Acá en el calabozo tengo sábanas, una mesita y una silla, también cuelga del techo un foco a suficiente altura…
No le cuentes nada a Mariana, ella ya tuvo suficiente…Pero si la ves cuando vuelva de Europa, quiero que le digas que la amo y que la amé siempre, que la extraño mucho, que voy a estar pensando en ella hasta el segundo final, y que si me mato es porque no quiero vivir sin ella, ni que ella pierda su vida viviendo al lado de un asesino. Gracias, Franquito. Un fuerte abrazo.
Esteban


Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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domingo, 6 de septiembre de 2009

La proeza

El asunto terminó siendo mucho más difícil de lo que esperábamos, y lo que creíamos que sería una simple maniobra, resultó tratarse de una compleja secuencia de dificultosos procedimientos.
Alejo había llegado a nosotros, presentándose como un experto en la materia. Jorgito y yo desconfiamos desde el principio de su tan soberbia seguridad, pero una secuencia de actos nos hizo rápidamente entrar en confianza. Él se movía con tanta soltura y firmeza, y tan determinadamente siguiendo un protocolo tan pormenorizado de pasos, que terminamos creyendo que realmente el tipo podía llegar a dar cátedra de la materia.
Los últimos intentos que habíamos hecho antes de dar con Alejo, habían terminado con la tragicómica escena de Jorgito bañado en azúcar. Ni que hablar de mi ojo derecho amoratado...
Cuando el especialista tocó el timbre de casa (¡y lo que nos costó que nos concediera una cita!), nos hallábamos practicando el enésimo intento de la proeza. Alejo escudriñó el cuadro de aquella situación y presurosamente se dispuso a tomar cartas en el asunto, desplazando de su labor, casi a los codazos, a un Jorgito atónito ante tan soberbio gesto.
Catapultar por los aires una cucharada de azúcar a través de una distancia de aproximadamente unos 30 centímetros desde el extremo de la misma hasta la taza, y lograr que el dulce contenido caiga íntegramente dentro de esta última, por más trivial o inútil que pudiera parecer un procedimiento de semejante índole, no es cosa fácil, y como hemos comprobado Jorgito y yo, no es algo que pueda hacer cualquiera.
Mientras Alejo nos iba indicando los pasos a seguir, recitaba el vasto curriculum que testimoniaba su versación en el tema, relatándonos sus numerosas experiencias y ensayos realizados y las cientos de horas de práctica que le había demandado llegar a convertirse en un profesional en lo que, con sobrada afectación y vanagloria, se atribuía el mérito de haber bautizado como “catapultamiento azucarero”.
Con fines didácticos e ilustrativos, Alejo nos dio una hoja de papel impreso, en la que podía leerse, a la par que lo observábamos realizando cada paso, el siguiente texto:


Pasos a seguir para una exitosa consecución del catapultamiento azucarero
1- Primeramente hay que cerciorarse de tener a disposición una buena cantidad del elemento azúcar, preferentemente contenida en un recipiente comúnmente denominado como “azucarera”.
2- Cumplimentado el paso anterior, se debe proceder a la obtención de otro utensilio (y tan elemental para el procedimiento como el antedicho), comúnmente denominado como “cuchara”. Ésta debe ser preferentemente perteneciente a la especie “cuchara de té” para una mayormente adecuada manipulación del instrumento.
3- El tercer paso es la obtención de un recipiente destinado a la contención de líquidos que, a todo efecto, denominaremos aquí como “taza”.
3- Por aplicación del principio de palanca, y mediante el uso de la cuchara por la propia fuerza y sujeción con la mano, (derecha o izquierda, a elección y comodidad del operario) debe recogerse de la azucarera una cantidad de azúcar que sea lo suficientemente grande como para que el procedimiento sea digno de merecer el mote de “proeza”. Basta a tal fin, con que el azúcar quede al ras de los bordes de la parte cóncava de la cuchara.
4- Procurando que no nos tiemble el pulso, lo que acabaría por frustrar todo el plan, procedemos a apoyar la cuchara con su mango apuntando hacia la taza a una distancia aproximada, en principio, de unos 30 centímetros. Aquellos más arrojados podrán colocarla a una mayor distancia. Los más cobardes no deben preocuparse: es comprensible que se trata de un procedimiento harto difícil, y por ende están exentos de cualquier clase de juzgamiento.
5- Entramos ahora en la acción fundamental del procedimiento, que es la de dar el golpe justo y certero que provea el impulso necesario del azúcar a través del aire, de modo que la misma ingrese en la taza como resultado de su catapultamiento, en su completitud. Dicho golpe deberá efectuarse con la parte más mullida de la mano, sobre el extremo del mango de la cuchara, que se caracteriza en la mayoría de los elementos de este género, en ser poseedora de una curvatura levemente pronunciada hacia arriba.
El golpe, para ser efectivo, deberá ser realizado lo más cerca posible de los confines de la antedicha parte de la cuchara, para producir como resultado que el azúcar se traslade, vía aérea, en un trayecto con la característica de “empinamiento”, a fin de evitar que la misma se pase de largo del punto en el que la taza ha sido situada o, lo que es peor, que el golpe “nos quede corto”.
El impacto precedentemente indicado, no deberá ser, ni lo insuficientemente fuerte como para que el azúcar no llegue a destino, ni lo exageradamente violento como para que la misma se atomice por los aires, aún mucho antes de alcanzar siquiera las inmediaciones del destino deseado. Dicho impacto deberá ser efectuado de la manera vulgarmente denominada como “golpe seco”.
Desde luego que los primeros intentos podrán ser de lo más frustrantes, ya que comúnmente suelen darse como resultados posibles, los enunciados en el párrafo anterior: falta de impulso o el impulso de sobra, cuando no también una total falla del mecanismo cinético de la cuchara y su consiguiente completa quietud, o quizás apenas un leve desplazamiento de la misma de su punto de origen.
Seguidos que sean todos estos puntos al pie de la letra, y con práctica suficiente, se podrá terminar siendo un especialista en “catapultamiento azucarero”, y recibir de este modo aplausos, elogios y ovaciones en todo tipo de eventos, por parte de nuestros amigos, allegados, y por qué no, de perfectos desconocidos.
6- Como variante de los ejercicios precitados, a gusto del operario y a fin de dar mayor utilidad al procedimiento, se podrá, previamente a seguir los pasos enunciados, tener preparado dentro de la taza cualquier tipo de infusión o bebida, preferentemente de las que suelen tomarse endulzadas con azúcar.

Alejo siguió al pie de la letra todos los pasos, mientras nos los explicaba y, para nuestro asombro y devoción, logró embocar en la taza la para nada despreciable cantidad de 10 cucharadas consecutivas de azúcar, y sin el más mínimo lugar a error. Ni el más mínimo rastro o minúsculo granito de azúcar quedó sobre la mesa, pero sí toda ella dentro de la taza.
Luego de las salutaciones y alabanzas pertinentes a tamaña demostración, Alejo nos cobró sus cuantiosos honorarios y se fue.
Jorgito y yo practicamos durante meses, una y mil veces, las enseñanzas dadas a nosotros por el especialista, y debo reconocer que con el tiempo nos convertimos también en maestros en el arte del “catapultamiento azucarero” .Quizás hasta superando a nuestro instructor.

Durante años fuimos el centro de atención en todo evento, reunión, agasajo, convite, fiesta, etcétera, a los que asistiéramos y en los que existiera la presencia de bebidas pasibles de ser endulzadas con azúcar. Ovacionados, aplaudidos y hasta adorados por doquier, nuestro talento y nuestra refinada técnica fueron durante muchísimo tiempo un comentario recurrente en boca de todos aquellos sujetos que conformaban nuestro círculo de relaciones sociales.
Hasta que un día, en una fiesta de cumpleaños, fuimos interpelados por uno de los invitados (que era diabético) al que, en ese momento nos pareció interesante, desafío de realizar la proeza, pero utilizando edulcorante en vez de azúcar como elemento catapultado.
Altaneros y jactanciosos, Jorgito y yo aceptamos sin miramientos el desafío, confiados en demasía en lo ilimitado de nuestro especial talento. Pero la diferencia entre el peso específico entre una sustancia y la otra, dieron por tierra con todo el procedimiento y el edulcorante quedó esparcido por toda la mesa y parte del piso...
Ante la risa y la burla de toda la expectante concurrencia, debimos huir despavoridos y sonrojados de la fiesta, dolidos en lo más hondo de nuestros seres por la presión de tan rotunda ignominia. Víctimas de nuestra fanfarronería, vivimos en carne viva la vergüenza de la afrenta pública.
Desde ese día Jorgito y yo procuramos no asistir más a eventos, y en los casos inevitables, intentamos no hacer siquiera alusión a nuestro pasado como “catapultadores azucareros”, y así evitamos engorrosos posibles pedidos de demostraciones. Hasta ahora lo venimos logrando.
Eso sí, a la hora de juntarnos aunque sea a solas a tomar un café o lo que sea, servimos el azúcar como cualquier persona común: aproximando la cuchara con azúcar hasta la parte superior a la circunferencia de la taza, e inclinando la cuchara para dejar caer el azúcar dentro de la misma.




Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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