Lo vio repantigarse en el sillón
del comedor como siempre. El televisor clavado en el noticiario y su mirada
clavada en el televisor.
Cincuenta años en la misma casa -
los mismos cincuenta años del mismo matrimonio y del mismo sillón-, habían
dejado moldeada la marca indeleble de la silueta de Antonio, sobre la goma
espuma que se adivinaba debajo del símil cuero de color negro.
No era ningún día especial para
ellos, pero Eleonora había decidido preparar guiso de arroz con salsa de tomates
y garbanzos, comida sencilla, pero al fin el plato favorito de Antonio.
Con el paso del tiempo los pies,
las distancias, los utensilios de cocina, como casi todo, pasan a tener el
doble de peso.
Caminó los kilómetros que la
separaban de la cocina, colocó la cacerola con agua sobre una de las hornallas
y dejó preparados el resto de los ingredientes. Regresó al living y Antonio
seguía en el sillón.
Ya puse el agua Antonio, pero él
no respondió al primer llamado. Antonio, ¿me escuchás?, nada. Al tercer llamado
Antonio reaccionó, volteó la cabeza y la miró fijamente. Se levantó
trabajosamente, y pasando frente a ella, intentó correr las millas que lo
separaban de la cocina.
Vio la cacerola con agua, algunos
ingredientes y un paquete con arroz desparramado alrededor sobre la mesada. Pero
en el piso… En el piso yacía desplomado el cuerpo de Eleonora.
Pensó, Tengo que llamar una
ambulancia. Desanduvo las millas hasta el living adonde estaba el teléfono.
Pero al llegar al comedor, sobre el sillón negro, se vio a sí mismo repantigado
en el sillón con la mirada clavada en el televisor, que a esa hora ya estaba
trasmitiendo la telenovela diaria.
Instantáneamente lo comprendió
todo, incluso el porqué de ese terrible y penetrante olor a gas.
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