lunes, 9 de enero de 2012

Uma se deprime a las siete



Uma se deprime a las siete. Todos los días cuando el sol comienza a caer, deambula triste por la galería trasera de la casa. La mirada perdida, los ojos tristes en su pequeña cabecita sostenida por un cuerpecito desvaído y tembloroso, y un pesadumbroso andar.
De vez en cuando una mano amiga le tiende un plato de comida y algo de beber. De vez en cuando también sueña con la Libertad.
Tanto tiempo viviendo en cautiverio le ha hecho perder el ímpetu de su primera juventud, cuando el correteo y el frenesí estaban siempre a la orden del día.
Hoy las cuatro paredes que delimitan su encierro, son su hábitat natural. Entonces una hendija, una brisa de aire que se cuela como intrusa irrumpiendo en el mal disimulado redil al que fue confinada, bastan para que la ilusión se haga presente en el lugar y la invite a jugar un rato.
Pero todos los días, a las siete, Uma se deprime. Y busca. Camina de un lado a otro, intenta una truncada pesquisa, investiga todo en derredor, pero no halla la anhelada respuesta. Entonces retoma su lento andar y un brillo tierno como de lágrimas inunda sus ojos empañando su mirada.
Sus hijitos eran cinco e iban a ser dados en adopción cuando fueran lo suficientemente fuertes y su vida no estuviera en riesgo. Pero algo salió mal y la misma hendija que otras veces se tradujo en libertad, aquella vez tuvo por resultado a la atroz pérdida.
Una mano intrusa quizás, la inexperiencia de las recién nacidas criaturas o un descuido de la madre – o quizás todo esto junto-, y el catastrófico final: una madre sin los hijos que alguna vez fueron suyos, el amor sin corazón ni cuerpecitos ni almas donde colocarlo, y el mismo antiguo encierro que siempre fue suyo, devolviéndola a la nefasta combinación de instinto, amor y ausencia que toda madre desdeña y teme.
Uma se deprime a las siete. Y en sus adentros maldice con todo su ser el día en que a esa misma hora, los designios de esta perra vida, le arrebataron de su seno, de su mundo y de su vida, a su más preciado tesoro. Para instalar en su lugar a esta repugnante sensación de renguera y temblor incontenible que invaden hoy a su cuerpecito desvaído y su pequeño, acongojado, corazón.






Ignacio M. Pis Diez Pelitti 







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