lunes, 25 de enero de 2010

Y yo que te amaba…


Para qué esperar que regreses gritando
que me amas tanto, que me has extrañado,
si cuando te tuve soñando a mi lado,
fue una pesadilla que tuvo exaltados
todos mis sentidos, mis nervios crispados,
con el alma rota, el deseo averiado,
los besos en cuotas, en cómodos pagos,
y nuestros deseos, que fueron tan vagos,
durmieron la siesta y no despertaron
por miedo a lo grande, temor a la vida.
Linyeras mimados, pidiendo comida
por las calles sucias de una despedida.
Para terminar apretando los labios
para no insultarnos, y el abecedario
gastado en palabras que fueron mentiras.


Y cuando esperaba
que me dieras algo a cambio de todo,
más sentí en el cuello ahogándome al lodo,
pero absorto, no nadaba.


Para qué esperar que regreses llorando,
diciendo que siempre me has adorado,
si cuando vivimos un tiempo añorado
quisimos cumplir nuestro sueño anhelado,
pero terminamos los dos alterados.
La esperanza rota, los cuerpos dañados,
errando las notas y desafinados,
cantando victoria, aun derrotados.
Creí que era fuerte, quedé destrozado,
encerrado en todo, sin ver la salida.
La sangre estancada, la mente aturdida.
Para terminar rompiendo calendarios
para no enterarme de que hace mil años
quedaste bien fuera de toda mi vida.


Y yo que te amaba,
comprendo que te ibas buscando algún sueño
que es mejor que este, y queda muy lejos
del que darte yo intentaba.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina.

martes, 19 de enero de 2010

La campanita

Cada objeto ocupaba su lugar dentro del orden cósmico del hogar. Los objetos saben amoldarse a su rutina ornamental y cumplen fielmente su función sin quejarse jamás. Es difícil enterarse si son víctimas del agobio, aunque observándolos bien se puede ver al cansancio que padecen reflejado en el desgaste de su materia, esa alma que los fríos hombres describimos con sistemas de medidas y adjetivaciones siempre insuficientes.
La campanita de cerámica había pendido estoica por años, debajo de sus dos hermanas, y las tres, flotando bajo las nubes, velaban sueños entre ángeles y llamadores vítreos. La brisa solía colarse entre ellos provocando un melodioso tintineo. Cruel realidad de algunos objetos que necesitan de una fuerza extraña y externa, para expresar su existencia. Cruel realidad también para algunos hombres.
Pero la brisa puede tornarse en fuerte viento, y sus consecuencias pueden devenir en crueldad. Los hombres duermen cuando están cansados, y sueñan. Y a veces cuando sueñan no escuchan al viento. Los objetos reposan porque es su inherente función, y cuando se cansan de ser objetos, sucumben.
La involuntaria complicidad con el viento - casi una instigación- del soñador que olvida una ventana abierta, puede arrebatar a la estática campanita de cerámica la inocente ilusión de flotar, porque ella no sabe que la sostiene un hilo viejo y raído, porque ella es ajena a crueldades y desidias. Aunque a veces las padezca no sabe nombrarlas, medirlas, ni adjetivarlas. Ni vislumbra su eminente tragedia.
Desconoce también el cosmos instaurado, y aunque ella misma sea parte de la historia del hogar que habita, no sabe del paso del tiempo e ignora el desgaste de su cuerpo. Ese cuerpo hecho con la misma materia con que está hecha su alma, porque alma y cuerpo son una sola cosa en ella.
Cada objeto ocupaba su lugar dentro del orden cósmico del hogar. Ahora la campanita (sus fragmentos y sus trizas) yace sobre la mesa del comedor y un nuevo cosmos hogareño se impone. Hasta que el soñador se digne a arrojarlas a la basura en un vano intento por reinstaurar el orden, porque sin la campanita de cerámica, el orden cósmico del hogar ya no es el mismo: ha nacido un nuevo orden, un orden en el que aunque haya tantos objetos, sobra un espacio y falta una campanita de cerámica. Un orden en el que en las noches de viento, ya no se oye la misma melodía.
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti


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