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Me hallaba contemplando mi propia contemplación, parado frente al gran espejo del living, con el rostro situado a escasos centímetros de mi otro rostro, divagando en mi propia mirada, intentando encontrar en mis ojos aquellos secretos que ellos esconden incluso de mí mismo.
Noté entonces en el ángulo superior del espejo, el extraño reflejo que producían los haces de luz de la lámpara del living, y pensé que quizás en el núcleo mismo de ese raro destello albergaba un algo revelador: quizás allí se hallara el Aleph tan bien narrado otrora por Borges,
Alguna vez escuché que el cerebro humano es tan complejo, que por eso nos es difícil descifrarlo, pero que si fuera más simple, entonces seríamos tan tontos que no tendríamos la capacidad de comprender ni siquiera lo poco que de él sabemos. Pensé que algo de cierto hay en ello.
Empecinado en seguir interpretando aquella luz, cerré mis ojos durante unos minutos, tan violentamente que al abrirlos de repente, aun flotaban a mi alrededor las tintineantes partículas de materia. Los haces hicieron entonces un juego extraño y la casa se transfiguró en otra cosa, me sentí dentro de una especie de caleidoscopio gigante.
Tardé un rato en recuperar la visión real de las cosas. Permanecí unos minutos con la mirada fija y perdida en la frondosa copa de un árbol. Me devolvió a mí la voz de un vecino del barrio que me saludaba gritando desde la vereda de enfrente. Respondí al saludo distraídamente con un desganado ademán, me alejé unos pasos del espejo y me puse a escribir estas líneas, o quizás caminé un poco más, entré al kiosco y compré cigarrillos, quizás otro hombre ya ha escrito este relato por mí y yo ahora lo esté leyendo sentado en mi cama, mientras sigo parado frente al espejo con los ojos cerrados, pero estoy casi seguro de que estoy sentado frente a la computadora escribiendo estas palabras. Todo es tan real… ¿Qué es
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti
La noche caía a nuestras espaldas sobre la ciudad, y la ciudad aplastaba el sueño de la gente con su silencio de reposada vorágine. El viento frío azotaba nuestros rostros, cuarteándonos la piel, mientras perdidos en la mente caminábamos a orillas del río más ancho del mundo, compartiendo así nuestro amor que era el más grande del mundo a esa hora y en ese lugar.
Algunos pájaros picoteaban sobre la arena las sobras asquerosas que los paseantes del día anterior no se habían molestado en recoger. El trinar incesante de características buítricas, sumaba algo de mística y terror a la noche, pero no llegaba a romper aquel cuadro de romanticismo, en que dos sombras caminando juntas tomadas de la mano en la eterna inmensidad de la noche fría, iban ganando y mereciendo el protagonismo que tenían.
Tomaste un guijarro del suelo (una piedra del piso), y la arrojaste hacia el agua para que hiciera patito (o sapito, si es que los sapos pudieran tener la destreza de dar saltos sobre el agua): cuatro piques y el sumergimiento repentino. Copié tu accionar: sólo dos piques. Nunca pude ganarte en nada. Tal vez estuvimos por horas compitiendo, tal vez las piedritas de la playa se habían acabado para cuando terminamos de jugar. Lo cierto es que el paso del tiempo nos sorprendió encandilándonos con la mortecina claridad de un incipiente amanecer.
El maravilloso paisaje que se dibujó ante nuestros ojos, recordaba tal vez a una postal retocada, donde la mugre y lo grotesco del descuido humano no se notan y cualquier espantoso paisaje del mundo se nos muestra como hermoso.
Me dijiste “te corro una carrera hasta aquel pajonal”, y como dos niños que se dejan llevar, emprendimos un torpe correteo a través de la playa, y otra vez mi derrota se hizo un lugar en el ranking de juegos perdidos. Nos dejamos caer exhaustos sobre la arena y nos tomamos de la mano. Nos besamos por un rato y nos quedamos dormidos, drogados por el sopor de un profundo cansancio.
Horas después me despertó el escozor de un junco clavado en las costillas. Abrí los ojos y el resplandor del sol incidiendo directamente sobre mis ojos me encandiló fuertemente. Algunos segundos después logré enfocar la vista. Una pequeña multitud de gente nos rodeaba y nos miraba con muecas oscilantes entre el asombro y la estupidez. Noté que seguías dormida a mi lado.
Surgió de entre la gente un hombre vestido con ambo blanco, y arrodillándose junto a vos, te tomó el pulso en el cuello y la muñeca izquierda Se acercó al primer hombre, otro vestido con uniforme policial. A espaldas de ellos, sobre la calzada de la costanera, una ambulancia alumbraba alternadamente la escena con sus faros giratorios.
Dos señoras compungidas me preguntaron si estaba bien, si necesitaba algo. Les dije que no, que nos habíamos quedado dormidos, que no entendía qué estaba pasando.
“Esta chica lleva dos o tres días fallecida”, dijo el presunto médico; “Señor, va a tener que acompañarme a la comisaría, tiene que dar algunas explicaciones”, dijo el comprobado policía.