Hemos perdido a la Reina en la batalla y, enloquecidos, terminamos disociándonos en individualidades doblegadas que no supieron nunca recuperar su conciencia de grupo.
La unión desorganizada y desentendida que intentábamos crear para sentirnos protegidos, fue la causa del fracaso que ahora compartimos en soledad con un mundo que no sabe que existimos, o que no quiere saberlo, y que si lo sabe, opta por la desidia.
El enjambre se disgregó convirtiéndonos en molestos y solitarios insectos que se defienden creyendo que están siendo atacados.
Revoloteábamos alborotados alrededor del elemental alimento de nuestra vital permanencia, hipnotizados por el dulce aroma que emanaba del sacramental producto de nuestros logros grupales. Creíamos que en esencia éramos muchas individualidades unidas con el simple fin de mantenernos vivas.
El enemigo retozaba de envidia allá afuera y se regodeaba de antemano frotándose las manos, sediento de codicia. Él vislumbraba nuestro futuro e inevitable fracaso. Nosotros nos descuidamos, nos distrajimos y perdimos la batalla.
El instinto había primado siempre en nuestras acciones y nos brindaba la comodidad de lo rutinario, ¿para qué detenernos a evaluar tan práctica inercia?, si las cosas seguían tranquilas su curso natural, desenvolviéndose a través de ella. Hubiera sido absurdo- pensábamos- contradecir o refutar un orden de cosas previamente dado, si desde tiempos inveterados hasta aquí había venido dando los frutos justos y necesarios. Estábamos equivocados. Resultó ser que el bienestar del que gozábamos no era un orden natural, sino el fruto del esfuerzo de las generaciones que nos habían precedido. Tampoco nos percatamos del valor de estar organizados, que no tiene como fin simplemente sobrevivir, sino vivir unidos y, sobre todo, vivir bien. Nos dimos cuenta tarde, no supimos verlo. La ignorancia y la comodidad habían sido el medio regular en que nos desenvolvíamos cotidianamente.
Sumergidos en tan grueso error, la evolución de nuestra especie consistió entonces en ir anulando sistemática y paulatinamente a la Razón con el paso de una generación a la otra, y fue triunfando así el cómodo estoicismo que saben brindar los más primitivos instintos.
Cuando menos preparados estábamos, sucedió finalmente el ataque, por la retaguardia, inesperado, súbito y letal, que arrasó con todo: nuestros sueños, nuestros esfuerzos, nuestra tan preciada labor, dieron por tierra tan pronto como notamos la presencia del enemigo. Nos hirieron a la Reina…la perdimos torpemente. Víctimas de la consternación propia de nuestra sorpresa que nos hizo separarnos cuando deberíamos haber estado más unidos que nunca, triunfó el egoísmo y nos olvidamos de nuestros pares. Abandonamos a nuestros hermanos dándole carta blanca al atacante, que supo aprovechar tan servida ocasión que le brindamos. Imperó entonces la desunión y ahora somos bichos desolados y atontados parando las antenas y muriéndonos de hambre. Obnubilados ante el fracaso.
En este momento hemos tomado conciencia de la importancia que la Reina tenía para nosotros. Pensar que cuando la teníamos entre nosotros la tratábamos con la misma desidia con la que hoy los demás enjambres nos tratan a nosotros. Nuestro ídolo pereció en el mar de la ignominia, asesinado por el desprecio de sus displicentes súbditos. Ícono diluido en las aguas del olvido.
Hoy ya nadie nos ataca pero seguimos desunidos. Ya no hay néctar, ni sueños, ni frutos del trabajo colectivo, pero seguimos viviendo inercialmente, individualmente, con el enemigo entre nosotros (¿el enemigo somos nosotros?). Estamos gobernados por falsos paladines y somos insectos autómatas sin conciencia de grupo. Laboriosas y pintorescas abejas devenidas en inmundas y horripilantes moscas. Necesitamos más que nunca referentes para terminar con este asco. Pero la reina ha muerto en la batalla, y nuestra colmena está destrozada.
A la democracia…
In memoriam.
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti
La unión desorganizada y desentendida que intentábamos crear para sentirnos protegidos, fue la causa del fracaso que ahora compartimos en soledad con un mundo que no sabe que existimos, o que no quiere saberlo, y que si lo sabe, opta por la desidia.
El enjambre se disgregó convirtiéndonos en molestos y solitarios insectos que se defienden creyendo que están siendo atacados.
Revoloteábamos alborotados alrededor del elemental alimento de nuestra vital permanencia, hipnotizados por el dulce aroma que emanaba del sacramental producto de nuestros logros grupales. Creíamos que en esencia éramos muchas individualidades unidas con el simple fin de mantenernos vivas.
El enemigo retozaba de envidia allá afuera y se regodeaba de antemano frotándose las manos, sediento de codicia. Él vislumbraba nuestro futuro e inevitable fracaso. Nosotros nos descuidamos, nos distrajimos y perdimos la batalla.
El instinto había primado siempre en nuestras acciones y nos brindaba la comodidad de lo rutinario, ¿para qué detenernos a evaluar tan práctica inercia?, si las cosas seguían tranquilas su curso natural, desenvolviéndose a través de ella. Hubiera sido absurdo- pensábamos- contradecir o refutar un orden de cosas previamente dado, si desde tiempos inveterados hasta aquí había venido dando los frutos justos y necesarios. Estábamos equivocados. Resultó ser que el bienestar del que gozábamos no era un orden natural, sino el fruto del esfuerzo de las generaciones que nos habían precedido. Tampoco nos percatamos del valor de estar organizados, que no tiene como fin simplemente sobrevivir, sino vivir unidos y, sobre todo, vivir bien. Nos dimos cuenta tarde, no supimos verlo. La ignorancia y la comodidad habían sido el medio regular en que nos desenvolvíamos cotidianamente.
Sumergidos en tan grueso error, la evolución de nuestra especie consistió entonces en ir anulando sistemática y paulatinamente a la Razón con el paso de una generación a la otra, y fue triunfando así el cómodo estoicismo que saben brindar los más primitivos instintos.
Cuando menos preparados estábamos, sucedió finalmente el ataque, por la retaguardia, inesperado, súbito y letal, que arrasó con todo: nuestros sueños, nuestros esfuerzos, nuestra tan preciada labor, dieron por tierra tan pronto como notamos la presencia del enemigo. Nos hirieron a la Reina…la perdimos torpemente. Víctimas de la consternación propia de nuestra sorpresa que nos hizo separarnos cuando deberíamos haber estado más unidos que nunca, triunfó el egoísmo y nos olvidamos de nuestros pares. Abandonamos a nuestros hermanos dándole carta blanca al atacante, que supo aprovechar tan servida ocasión que le brindamos. Imperó entonces la desunión y ahora somos bichos desolados y atontados parando las antenas y muriéndonos de hambre. Obnubilados ante el fracaso.
En este momento hemos tomado conciencia de la importancia que la Reina tenía para nosotros. Pensar que cuando la teníamos entre nosotros la tratábamos con la misma desidia con la que hoy los demás enjambres nos tratan a nosotros. Nuestro ídolo pereció en el mar de la ignominia, asesinado por el desprecio de sus displicentes súbditos. Ícono diluido en las aguas del olvido.
Hoy ya nadie nos ataca pero seguimos desunidos. Ya no hay néctar, ni sueños, ni frutos del trabajo colectivo, pero seguimos viviendo inercialmente, individualmente, con el enemigo entre nosotros (¿el enemigo somos nosotros?). Estamos gobernados por falsos paladines y somos insectos autómatas sin conciencia de grupo. Laboriosas y pintorescas abejas devenidas en inmundas y horripilantes moscas. Necesitamos más que nunca referentes para terminar con este asco. Pero la reina ha muerto en la batalla, y nuestra colmena está destrozada.
A la democracia…
In memoriam.
Ignacio Martín Pis Diez Pelitti
Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 Argentina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario