jueves, 10 de septiembre de 2009

En el camino





Un teléfono celular que suena, una llamada, y la rotunda y categórica frase en el audífono: - Le queda poco, vení-.

En el camino no se animó a correr. En el camino sabía que ella estaba muriendo y sabía también que él debía correr, que era esperable que él corriera. Pero no corrió, porque también sabía que correr no la salvaría.
Agitado, con el pecho apretado, sin correr pero enceguecido y mareado de terror, del dolor que le producía sentir en el pecho tantos años de errores y tristezas acumuladas, y saber que la sentencia era ya irrevocable. Sabía que ya no podía enmendar sus equivocaciones, y que arrepentirse ahora era una inútil ucronía, la cruz que él cargaría perpetuamente.
Llegó junto al yaciente cuerpo y buscó en su mano un último pulso, aguardando el milagro. Buscó en su adelgazada muñeca un último borbotón de sangre que le produjera mágicamente en ese momento la revelación de haber sido todo un sueño, de que aún podría corregir, rehacer, redefinir y volver a vivir su pasado, de revivir la esperanza.
Pero no había pulso, o quizás sí lo había, pero su propia mano temblaba tanto y su corazón se agitaba tan fuertemente, que bien podrían haber sido sus propias pulsaciones las que agitaban el brazo inerte, colgando de ese cuerpo tan inexpresivo y frío.
El cuerpo se le contrajo entero en un espasmo que explotó en llanto de angustia, de arrepentimientos tardíos, de esperanzas tontas de que el milagro llegara. Pero nada de eso pasó: ella estaba muerta.
-¿Ya está?- escuchó a sus espaldas, y por primera vez en la vida comprendió el significado y el valor de un abrazo sincero.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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