lunes, 2 de abril de 2012

Así



Metemos a nuestro día de nacimiento, nuestros primeros pasos, el primer día de clases en el Jardín de Infantes, el día que aprendimos a andar sin rueditas en la bici, el primer día de Colegio primario, secundario y terciario o universitario, en la misma bolsa. Metemos también, en el medio, a todos nuestros afectos, caídas antológicas, anécdotas risueñas o trágicas, amores y desamores, éxitos y fracasos, nuestros recuerdos y nuestros olvidos, las palabras que sobraron y las que no dijimos, los trabajos que tuvimos y los que nos hubiera gustado tener, tal vez hijos, tal vez nietos también, y un buen día envejecemos y morimos, o morimos antes de envejecer, y entonces decimos “Así es la vida”. Esa bolsa única que es la vida, y que no tiene límites para meter en ella todo lo que cada uno pueda meter. Y si algún erudito o escéptico, ante la tajante  y sagaz máxima, viniera a preguntarnos socarronamente “¿Así cómo, es la vida?, pues le diríamos “Así”. Y que lea esto, ¿o acaso no entendiste nada?





Ignacio M. Pis Diez Pelitti 



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sábado, 31 de marzo de 2012

Si hay miseria...


Si remando entre la aspereza
quisieron hundirte el bote.
Si el dolor y la tristeza
no detienen sus azotes.
Si levantaste la cabeza
y te cortaron el cogote.
Si ya nadie te besa
al borde de un escote.
Si no encontrás tu belleza
y olvidaste tus otras dotes.
Si no te llegan las certezas
ni siquiera de rebote.
Si en tu jardín todo es maleza
y tus flores ni son brotes.
Si se esconde tu fiereza
detrás de los barrotes.
No olvides que todo empieza
siempre de nuevo, aunque sea al trote.
Rearmá todas tus piezas,
y si hay miseria, que no se note.




Ignacio M. Pis Diez Pelitti





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Medicina



Entregué todos los flancos
cual soldado indefenso.
Acudí a todos los censos
con los números en blanco.
Y como buen soldado raso
que aprendió a dar el mal paso,
desolado ante lo inmenso,
me sentí tan ciego y manco,

quieto, tieso, sordo, estanco,
inhalando los inciensos
que con humo espeso y blanco,
perfuman todo con su intenso
olor a encierro viejo y banco,
-de lo breve hasta lo extenso-.

Garabateé todos mis lienzos.
Salteé momentos de a trancos.
Tropecé con cada cosa
que el Destino puso en medio.
Y para no vivir con tanto tedio,
me asomé desde el barranco
y pensé siempre en vos, hermosa,
que sos mi único remedio.




Ignacio M. Pis Diez Pelitti 






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lunes, 9 de enero de 2012

Uma se deprime a las siete



Uma se deprime a las siete. Todos los días cuando el sol comienza a caer, deambula triste por la galería trasera de la casa. La mirada perdida, los ojos tristes en su pequeña cabecita sostenida por un cuerpecito desvaído y tembloroso, y un pesadumbroso andar.
De vez en cuando una mano amiga le tiende un plato de comida y algo de beber. De vez en cuando también sueña con la Libertad.
Tanto tiempo viviendo en cautiverio le ha hecho perder el ímpetu de su primera juventud, cuando el correteo y el frenesí estaban siempre a la orden del día.
Hoy las cuatro paredes que delimitan su encierro, son su hábitat natural. Entonces una hendija, una brisa de aire que se cuela como intrusa irrumpiendo en el mal disimulado redil al que fue confinada, bastan para que la ilusión se haga presente en el lugar y la invite a jugar un rato.
Pero todos los días, a las siete, Uma se deprime. Y busca. Camina de un lado a otro, intenta una truncada pesquisa, investiga todo en derredor, pero no halla la anhelada respuesta. Entonces retoma su lento andar y un brillo tierno como de lágrimas inunda sus ojos empañando su mirada.
Sus hijitos eran cinco e iban a ser dados en adopción cuando fueran lo suficientemente fuertes y su vida no estuviera en riesgo. Pero algo salió mal y la misma hendija que otras veces se tradujo en libertad, aquella vez tuvo por resultado a la atroz pérdida.
Una mano intrusa quizás, la inexperiencia de las recién nacidas criaturas o un descuido de la madre – o quizás todo esto junto-, y el catastrófico final: una madre sin los hijos que alguna vez fueron suyos, el amor sin corazón ni cuerpecitos ni almas donde colocarlo, y el mismo antiguo encierro que siempre fue suyo, devolviéndola a la nefasta combinación de instinto, amor y ausencia que toda madre desdeña y teme.
Uma se deprime a las siete. Y en sus adentros maldice con todo su ser el día en que a esa misma hora, los designios de esta perra vida, le arrebataron de su seno, de su mundo y de su vida, a su más preciado tesoro. Para instalar en su lugar a esta repugnante sensación de renguera y temblor incontenible que invaden hoy a su cuerpecito desvaído y su pequeño, acongojado, corazón.






Ignacio M. Pis Diez Pelitti 







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domingo, 1 de enero de 2012

De tiempo en tiempo



Guardó el auto en el garaje, atravesó caminando el living y entró al estudio.
Pasear en auto era, últimamente, la única forma que había encontrado para abstraerse un poco de la vorágine del mundo, y así inspirarse para poder escribir.
Ermitaño, bohemio, solitario, paria, sentía que vivía fuera de tiempo. Como una anacrónica alma alimentada de valores obsoletos que le impedían gozar del devorador mundo actual.
La realidad contrastaba sistemáticamente con sus creencias. El desfasaje  entre su deber ser y el concreto ser de estos días, se le volvía cada vez más insoportable.
Colocó la silla frente al escritorio y comenzó a escribir en su notebook:
“Si tan sólo pudiera viajar en el tiempo, sería fácil llevar hacia atrás el ropaje de mi vida, y conseguiría que el vetusto  acervo que cargo hoy como cruz sobre mis hombros, se adaptara al tiempo en que debí ser”.
Sus amigos, su familia, todos allá afuera eran actores de su propio tiempo, y hasta Teodoro –el pastor alemán que ahora merodeaba inquieto olfateando la alfombra del estudio- parecía adaptarse a todo: a los alimentos balanceados especialmente fortificados, a las pipetas matapulgas, y a todos los avances del mundo canino moderno.
Arrugó el papel con bronca, frotó la lapicera entre sus manos para mejorar el trazo, y ensayó otro intento:
“Corría el año 1875…” - ¡Pero no, carajo!- Imposible escribir algo bueno hoy.
Rompió en trocitos el segundo pergamino y lo arrojó al cesto de basura que descansaba a los pies del escritorio. Tercer intento:
“-Vida era la de antes- Aseveró Don Alberto con la mirada orientada hacia un pasado remoto, que debía estar situado aproximadamente sobre sus cejas…”
No había caso, hoy no estaba inspirado y el paseo no había dado ni remotamente los frutos esperados. Debería distraerse nuevamente dando otro paseo.
Guardó en el escritorio los papiros sobrantes, pasó la pluma por el papel secante, apagó la vela, le quitó el pabilo y desanduvo el camino hasta el establo, donde lo esperaba su fiel caballo zaino, que lo miraba expectante aguardando a ser apeado.
Sus dos obras literarias más importantes, fueron escritas en los años 1875 y 2012, respectivamente. O quizás haya sido al revés.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti















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domingo, 9 de octubre de 2011

Desencuentros



Lo vio repantigarse en el sillón del comedor como siempre. El televisor clavado en el noticiario y su mirada clavada en el televisor.
Cincuenta años en la misma casa - los mismos cincuenta años del mismo matrimonio y del mismo sillón-, habían dejado moldeada la marca indeleble de la silueta de Antonio, sobre la goma espuma que se adivinaba debajo del símil cuero de color negro.
No era ningún día especial para ellos, pero Eleonora había decidido preparar guiso de arroz con salsa de tomates y garbanzos, comida sencilla, pero al fin el plato favorito de Antonio.
Con el paso del tiempo los pies, las distancias, los utensilios de cocina, como casi todo, pasan a tener el doble de peso.
Caminó los kilómetros que la separaban de la cocina, colocó la cacerola con agua sobre una de las hornallas y dejó preparados el resto de los ingredientes. Regresó al living y Antonio seguía en el sillón.
Ya puse el agua Antonio, pero él no respondió al primer llamado. Antonio, ¿me escuchás?, nada. Al tercer llamado Antonio reaccionó, volteó la cabeza y la miró fijamente. Se levantó trabajosamente, y pasando frente a ella, intentó correr las millas que lo separaban de la cocina.
Vio la cacerola con agua, algunos ingredientes y un paquete con arroz desparramado alrededor sobre la mesada. Pero en el piso… En el piso yacía desplomado el cuerpo de Eleonora.
Pensó, Tengo que llamar una ambulancia. Desanduvo las millas hasta el living adonde estaba el teléfono. Pero al llegar al comedor, sobre el sillón negro, se vio a sí mismo repantigado en el sillón con la mirada clavada en el televisor, que a esa hora ya estaba trasmitiendo la telenovela diaria.
Instantáneamente lo comprendió todo, incluso el porqué de ese terrible y penetrante olor a gas.  




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lunes, 26 de septiembre de 2011

Criaturas de Dios

     Alejandro había salido a trabajar como todas las mañanas y Mariana, como todas las mañanas pero desde hacía unos meses, estaba en su casa con Pilar, la pequeña bebé de la joven pareja.
    Recostada en el sofá del living, amamantaba a su retoño mientras hacía zapping. Detuvo la innecesariamente anglosajona acción al llegar a un canal de documentales, especial: animales del África.
    Pilar seguía prendida a su pecho como si se tratara de la última cena, y no de uno de sus primeros desayunos.
    La TV proyectaba jirafas, leones, elefantes y toda clase de animales y alimañas del relegado continente. Las representaba mientras una voz en off (recalco, innecesariamente) ilustraba las escenas, narrando las costumbres de las exóticas criaturas. Hablaba: de cómo las leonas protegen a sus crías, de cómo los elefantes se revuelcan para refrescarse en cualquier charco, río, arroyo y etcétera que encuentren, de cómo los monos trepan a los árboles o pelan las bananas con sus colas…
    Al llegar a las serpientes, Pilar ya dormía como un angelito. Mariana apartó de un manotazo a un mosquito que amenazaba con hincar su cruel aguijón en la delicada carita de la bebé, la retiró suavemente de su pecho y la colocó lentamente en el moisés. Todavía le faltaba terminar con algunas tareas del hogar.
    Una vez que hubo corroborado que la bebé dormía plácidamente, colocó el mosquitero y se dispuso a doblar sobre la mesa, la ropa lavada el día anterior. Mientras plegaba la primera camisa, recordó pícaramente la noche de sexo que su marido le había prometido para esta noche, cuando en el silencio de la casa prorrumpió la exclamación: ¡Qué loco estos bichos, qué instinto que tienen…!








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domingo, 11 de septiembre de 2011

Y un día…

La primera vez que se vieron, la conexión entre ambos no fue completa. Quizás tanto tiempo siendo dos medias almas vagando solas, los había dejado fuera de práctica.
Él era un alma en pena, un fantasma encerrado en un cuerpo muerto desde hacía años, a causa de heridas y ausencias repetidas. Muerto en vida, habitaba un Universo paralelo, delimitado por las cuatro o cinco paredes de su casa.
Ella era el puente necesario para conectarlo al mundo exterior. El nexo indispensable para hacer realidad el mito platónico del andrógino, aquél por el cual Zeus partió al medio a los seres, y por ello la misión vital de cada persona, sería buscar a su otra mitad para volver a ser sólo uno. En aquel primer encuentro, sin entregarse aún el uno al otro, algo habían presentido…
Los encuentros se sucedieron y el cuerpo inerte de nuestro protagonista se fue revitalizando paulatinamente. Cada encuentro fue un golpe de energía, un ir naciendo de a mágicos momentos.
Ella era un alma viva (herida, pero viva), habitando en un cuerpo vivo que irradiaba energía  desde cada rincón de su existencia. Su sonrisa, su voz, eran pequeños destellos que perforaban la coraza-cuerpo de nuestro hombre, reconstruyéndolo poco a poco, desde el centro de su media alma hacia el afuera.
Su media alma, que había vivido oprimida por la vetustez del desvalido envase, comenzó a aflorar, y su inmanente voluntad de hallar su otra mitad necesaria, se hizo patente.
Entonces, los encuentros se fueron sucediendo, cada vez más seguidamente. Y entre llantos y algunas discusiones, su amor y sus almas se hicieron un lugar para el encuentro. En el Universo donde antes cabía uno solo, ahora cabían dos.
  Y un día, encontraron la puerta que daba hacia el mundo exterior. Caminaron juntos, y al traspasar la salida, ya eran una sola alma viviendo en dos cuerpos. 



Ignacio M. Pis Diez Pelitti



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domingo, 28 de agosto de 2011

Habrase visto

Habrase visto cosa semejante,
que el más colosal de los elefantes,
pequeño queda ante la altura
de los bríos y de la bravura,
de la mujer que hoy tengo delante.

Valiente, decidida, arrogante.
Su aparente pequeña estatura,
no resta vigor a su talante,
ni mella en nada a su hermosura
que ilumina todo en un instante.

Habrase visto y veo, que su dulzura
y sus buenas artes de amante,
me llevan hasta una hermosa locura
como no viví nunca antes;
y que sus manos todo lo curan:
hasta las mañas de este delirante.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti


                                                        





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martes, 23 de agosto de 2011

Pasaje hacia el otro lado

Un instante y el tiempo parece flotar, suspendido alrededor de la cabeza, en torno al todo en que la burbuja espesa de cada universo pequeño y limitado, envuelve y acoraza a eso que algunos llaman el sujeto.
Un instante, metafísico, permanente y eterno, y el segundo que dura es infinito. Y la vida pasa frente a nuestros ojos, frente a la mirada de los ojos que decimos que son los nuestros.
Todos los tiempos y todos los lugares del mundo, se funden en un punto circular que se suspende cual espada de Damocles, como la voz de la conciencia: giratorio, centrífugo y centrípeto; pasado, presente y futuro, todos los tiempos y ninguno a la vez.
Instante. Momento perpetuo en que todas las energías provienen de la nada y se transforman, cada una de ellas, simultánea y recíprocamente en todas las formas de energía posibles.
 Y la sensación es como un destello, un relámpago encandilador que sacude, que golpea en un terrible shock revelador.
La máquina se detiene, y la señal sonora advierte con su agudo ruido que todo terminó, al menos de este lado de la vida.
Una enfermera corre, anota la hora del deceso en su planilla, y el mundo ya no es el mismo porque uno se nos fue, y otros tantos vendrán pero no ocuparán su espacio, sino cada cual el lugar y el tiempo propios de cada sujeto:
 Ese espacio mínimo y limitado, donde cada uno contempla y sostiene su círculo de luz.






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