sábado, 21 de mayo de 2011

Y ya nada...


Tantas veces tu nombre en el viento,
arrastrando pasados que no han de volver.
Retazos de sueños, esquirlas de tiempo
que hieren el alma de pesado ayer.

Y un sueño en la cama
entrelazando dos cuerpos
sesgados de miedo
en la madrugada
intentan volver,
diciendo palabras
robadas de un cuento
de amor, y ya nada
los hace temer.

Un millón de veces, dolor hecho hielo,
helando en el alma, doliendo en el Ser.
Pedazos de encuentros, que no son ni recuerdos
se pierden y escapan, para nunca más volver.







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miércoles, 20 de abril de 2011

Ya no

Miro a través del cristal difuso de mis iras,

tus ojos desdibujados por el esmeril de los días.

Y desde tu mirada-reflejo, se asoma y me mira

el pasado que se burla de mi melancolía.

La soga de la duda, de mi cuello tira,

porque el sueño más bello se volvió utopía;

trocó en espejismo, una grosera mentira,

llevándose lejos, todo lo que te quería.


Por el cristal del tiempo, tú ya no me miras.

Tus ojos huyeron de mi brutal osadía.

Eternamente el círculo de la vida, gira

sobre el eje constante de una triste ironía.


Los miedos de siempre, en mi nuca respiran,

en una punzante y extensa agonía.

Mi cuerpo se agota y mi mente delira…

y el paso del tiempo empañó la alegría.






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martes, 15 de marzo de 2011

De historias y reflejos


Cuando Patrick enfermó, sus doctores no supieron dar con un diagnóstico acertado. A fines del Siglo XVIII en Alemania, la medicina no se encontraba aún en un nivel de conocimiento lo suficientemente avanzado como para detectar, y en muchos casos ni siquiera nombrar, a cierta clase de enfermedades. Sobre todo las que son de índole psicológica.
Desde una óptica axiológica actual, podría acusarse de retrógrados a los profesionales de la medicina de aquel entonces, pero claro está, que ubicándonos en su tiempo, nos estaríamos retrogradando nosotros.
Recordemos que, todavía hacia el siglo XIX, los enfermos mentales eran encerrados en siniestros albergues, en los cuales eran sometidos a lo que en aquella época se conocía como "tratamientos morales”, sin más justificativos que los de tener por fin reducir la "confusión mental" y "restituir la razón" de los enfermos
Recién hacia fines del siglo XIX, justamente, fue que surgió por primera vez el concepto de "enfermedad mental”, y la psiquiatría daría su salto definitivo hacia la órbita de la medicina. Fue en 1896, que Emil Kraepelin, diagramó un sistema de identificación y clasificación de los problemas mentales, base vigente de los modernos estudios psiquiátricos.
Lo cierto es que Patrick estaba cada vez más enfermo, y si bien presentaba eventualmente notorias mejorías, las recaídas eran cada vez mayores, situación ésta que mantenía conmocionada a toda su familia, en especial a su padre Frederick.
El 16 de marzo de 1795, Patrick falleció inesperadamente por la noche, mientras se hallaba durmiendo. Su cuerpo fue hallado inerte, tal y como había sido visto por última vez: recostado boca arriba en su lecho. Junto a la cama, tirado en el piso, yacía también el cuerpo ya sin vida de Frederick.
Al día siguiente, conmocionada toda la casa y constituidos la policía y los médicos en el lugar, se llegó a la conclusión de que Frederick -al no resistir ver a su primigenio muerto- habríase quitado la vida mezclando varios medicamentos de los que tomaba a su hijo para su tratamiento (cuyos frascos se hallaban destapados en el pequeño boticario emplazado en la habitación de Patrick). Nadie prestó atención en aquel momento, al libro que se encontraba apoyado sobre la mesa de luz.
Karl Friedrich Hieronymus, barón de Münchausen (Bodenwerder, 11 de mayo de 1720 – ídem, 22 de febrero de 1797), fue un barón alemán que en su juventud sirvió de paje a Antonio Ulrico II, duque de Brunswick-Lüneburg y más tarde se unió al ejército ruso. Sirvió en dicho ejército hasta el año 1750 y participó de dos campañas militares contra los turcos. Sin embargo, es más famoso por haber narrado a su regreso de la guerra, una serie de asombrosas historias, por no decir inverosímiles. Estas increíbles proezas, incluían haber montado sobre una bala de cañón, realizar un viaje a la luna, o salir de un pantano jalando de su propia cola de caballo.
La curiosa inventiva del escritor Rudolf Erich Raspe, dio con la creación de un personaje literario, una obra mezcla entre lo descomunal y el antihéroe; simpático y gracioso en algunas ocasiones; penoso en otras.
Dicha obra fue publicada por primera vez en Londres en el año 1785, bajo el título de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen (The Surprising Adventures of Baron Münchhausen);. Constituye actualmente un obligado mito de la literatura infantil a quien deben su herencia, entre tantas otras obras, la del Quijote de La Mancha y de Los viajes de Gulliver.
Habría de pasar mucho tiempo hasta que la psicología tributara su homenaje al barón, cuando configurara la caracterología del “Síndrome de Münchausen por poder”, también conocido bajo su denominación anglosajona, como “Münchausen Syndrome by power o by proxy”. Se lo presenta como una forma de maltrato infantil por proximidad. Es una perturbación por la que una persona intencionadamente causa lesión, enfermedad o desorden a otra persona, con el objeto de llamar la atención o lograr cualquier otro rédito personal. El “Münchausen por poder” ha sido descrito por muchos autores del gremio del psicoanálisis y de la psiquiatría, como uno de los modos más perjudiciales de abuso infantil. El perpetrador suele ser el padre, madre, tutor o su cónyuge; y la víctima suele ser un niño o adulto vulnerable. La mayoría de los casos involucran la inducción de la enfermedad física, aunque también es posible la inducción de condiciones que aparentan ser genéticas, o de desorden psicológico.
A fines del año pasado, viajé por negocios a Alemania, más precisamente en la localidad de Bodenwerder, y allí me hospedé en la casa de un amigo. En ocasión de este viaje, de entre todos los paseos en los que gentilmente me acompañó y guió mi camarada Imre -si bien todos muy atractivos y edificantes-, me llamó la atención la travesía que realizamos el día en que él me condujo hasta una pequeña plazoleta, en la que se halla emplazada una estatua del barón de Münchausen.
Lo curioso no es sólo esto, sino el hecho de que Imre me relatara la historia de su antepasado Frederick, el “tío loco” lejano que había asesinado a su propio hijo y luego se había quitado la vida. Me contó, que si bien por aquél entonces, las conclusiones médicas y policiales habían sido otras, él llegaba a la inferencia de asesinato seguido de suicidio, basándose en un hecho curioso que le había acontecido: revisando unas vetustas cajas de cartón que pasaron de generación en generación, atiborrando cada posible rincón de las casas de toda su familia, había hallado un libro que no pudo dejar de llamarle la atención. Ese libro era una edición inglesa de Las sorprendentes aventuras del Barón Münchausen y que, a poco de leer la rúbrica y la dedicatoria en la retiración de la tapa anterior, podía leerse claramente, que dicho volumen había pertenecido a su remoto pariente Patrick y que a éste le había sido obsequiado por su padre Frederick, “el tío loco”, como él lo llamaba por repetición transgeneracional.
Allí mismo, parados sobre la plazoleta, contemplando la estatua del barón, fue que Imre dejó caer, la que en aquel momento me pareció descabellada versión, de que los psicólogos de antaño, habían tenido de algún modo acceso a la historia antigua de su familia (familia de renombre en Alemania, por cierto) y que con sutil ironía, habían nombrado al famoso síndrome bajo el apellido Münchausen, no como decía la versión original tributando al barón, sino haciendo una mal disimulada referencia a los hechos en los que los antepasados de Imre se habían visto envueltos. Hechos que por lo demás, también habían dado lugar a toda clase de mitos, historias y teorías, durante años y años, en Bodenwerder y sus zonas aledañas.
En conclusión, Imre me dijo que estaba seguro de que su “tío loco” había asesinado a su hijo primigenio, se había quitado la vida, y que muchos años después, por obra del boca en boca, habrían culminado por bautizar al síndrome con el nombre del libro que perteneció a su remoto antepasado.
Le pedí a Imre que me prestara el libro, si aún lo conservaba, y como al día siguiente yo debía partir de regreso a la Argentina, me lo prestó bajo la solemne promesa de regresárselo intacto cuando efectuara mi próxima visita, o cuando el viniera para aquí.
No comencé a leer el libro sino hasta anoche, algunos meses después de mi visita a Alemania. Mi mujer dormía a mi lado y los chicos –mis hijos Jazmín y Patricio-, habrían de estar durmiendo en su cuarto, que es contiguo al nuestro. Al llegar a la página 30 del libro, me llamó la atención la siguiente nota, casi ilegible por el irremediable paso del tiempo, escrita con pluma:
El Escritor de los Diez Nombres, transcribirá esta nota en el Libro de los Rostros, antes de la decimoséptima luna del décimo mes consagrado a Marte del XXI siglo cristiano; dará muerte a su primigenio y cerrará así el círculo de los muertos de todos los tiempos. La Historia es un espejo.”
Mañana -miércoles 16 de marzo de 2011- tengo turno a primera hora con un psicólogo que me recomendó un amigo. ¿Terminará allí la historia...?



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martes, 8 de marzo de 2011

Si al final


Hay una luz encendida al final

de un sinuoso y extenso camino,

extinguiéndose en la oscuridad

de un incierto y difícil Destino.


Y entre las paredes desabridas

de ese laberíntico y largo sendero,

que hoy mis lágrimas mojan,

está encerrada la mujer de mi vida,

está oprimido su corazón por el miedo.


Y aunque la duda hoy me arroja

hacia el abismo de lo perplejo,

se sabe que llegan más lejos

aquellos que de a dos caminan,

y junto a ella quiero dar mis pasos.


Y si esa luz, finalmente ilumina,

que ilumine el camino hasta sus brazos.


Ignacio M. Pis Diez Pelitti







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jueves, 24 de febrero de 2011

Espesura

Las horas no se disuelven

en las aguas de la espera.

Y él, se desespera

porque el dolor lo revuelve.


¿Y si ella no vuelve?

Vivirá su vida entera

en esta angustia que lo envuelve.


Son simples las rimas,

pero es difícil ser él.

Cuando el dolor te oprima,

podrás comprender.



Ignacio M. Pis Diez Pelitti







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miércoles, 16 de febrero de 2011

Me pregunto y afirmo


¿Serán acaso las lágrimas que se derraman por tus mejillas, un dios sentencioso que me está llamando al silencio?

¿Serán tus palabras de dolor, con la voz temblando por el alma desgarrada, el freno fatal a mi estupidez irrefrenable?

¿Será el amor, el recinto que me refugiará en su calor, sosegando la locura sin nombre que hace tanto tiempo me agobia?

¿Serán las últimas batallas de mi Yo contra mí mismo, las que finalmente acaben por vencer, sin daño a terceros?

¿O quizás los enemigos invisibles e invencibles acabarán doblegándose ante la Razón en cualquiera de sus formas?

¿Dónde están los límites?, ¿Por qué no me detengo?

Demasiados interrogantes para una sola exclamación:

¡Basta!



Ignacio M. Pis Diez Pelitti




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Sumario de un día cualquiera


Como todos los días, el despertador sonó a las 6:30 a.m. Osvaldo siguió durmiendo hasta las 7:23 a.m.

En la esquina de avenida 7, esquina 40, hay dos semáforos que habilitan al cruce de vehículos que circulan por las dos calles que conforman la encrucijada.

Como todos los días, a las 7:25 a.m, el semáforo que habilita el paso de los vehículos que vienen por calle 40, se pone en rojo y, segundos después, se pone en verde el que habilita el paso de los vehículos que vienen por la avenida 7.

A las 7:25, Osvaldo escuchó desde la cocina de su departamento, una frenada violenta, seguida de un estrepitoso impacto de ruido metálico. Entre que caminó hasta el balcón, enrolló la persiana y salió a mirar, se hicieron las 7:27 a.m.

Desde el piso 6 pudo ver con casi inusitada claridad, la trágica escena: un automóvil, que seguramente vendría a gran velocidad por avenida 7, había quedado incrustado contra un poste de luz, situado a unos 20 metros del lugar donde ambas calles se cruzan, apuntando en dirección a la calle 41; y otro automóvil, de mayor porte, había quedado aplastado contra la parada de colectivos que está sobre la avenida 7, mano que sube hacia 41.

Osvaldo dedujo que alguno de los dos autos, habría pasado con la luz del semáforo estando en rojo, y que el que venía por calle 40, al intentar esquivar al que venía por la avenida, habría impactado contra la parte trasera del mismo, y habría sido expulsado hacia la parada de colectivos; el otro habría perdido el control y, por la gran velocidad a la que vendría, había terminado en el lugar donde ahora Osvaldo lo veía incrustado.

A las 7:30 a.m., la curiosidad venció a Osvaldo, entonces se vistió y decidió bajar hasta la esquina a mirar la escena, de prisa. Al llegar, ya se hallaban en el lugar dos patrulleros policiales con sus cuatro respectivos policías, a la espera de una ambulancia, y varios vecinos curiosos merodeaban el lugar con expresión atónita en sus rostros.

A las 7:45 a.m., llegó una ambulancia al lugar del siniestro, y los enfermeros y el médico que en ella venían, se dispusieron raudamente a socorrer a los conductores de ambos vehículos. Fue justamente cuando socorrían al vehículo de la parada de colectivos, que descubrieron el cuerpo de una mujer destrozado entre los fierros del auto y los fierros retorcidos de la parada de colectivos. La mujer había fallecido en el acto, dijo el médico.

A las 6:30 a.m, ese mismo día, sonó la alarma del despertador que Esther ponía todos los días a la misma hora, desde hacía más de veinte años, para poder tomar el colectivo a tiempo, para ir a trabajar en el Ministerio. Se levantó sigilosamente para no despertar a Osvaldo, y a las 7:23 a.m. ya se hallaba esperando el colectivo en la parada de avenida 7, esquina 40.








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lunes, 24 de enero de 2011

De todos los días


Carla tenía veintipico de años, trabajaba de secretaria, tenía voz dulce, sabía mentir, sonreír, hacer pucheritos, y mordía las biromes de forma sensual. Ricardo tenía cincuenta y pico de años, era un profesional responsable, respetuoso, cortés, trabajador incansable, buen padre, y estaba casado desde hacía más de veinte años con Patricia. Patricia era apenas menor que Ricardo, contadora, mujer elegante, instruida, simpática, madre ejemplar de dos hijos, y una esposa ideal. Ricardo y Patricia salían cada mañana de su casa a trabajar, cada uno a su oficina, y los chicos se iban al colegio en el transporte escolar. Patricia sabía que Carla existía y que trabajaba con Ricardo, lo celaba sutilmente, y él eludía sus embates con elogios románticos y desidia fingida hacia Carla, y aunque él se hacía mal el distraído, sabía muy bien que Patricia estaba atenta. Carla sedujo a Ricardo con los clásicos trucos de quien sólo desea trepar, y Ricardo, aun siendo el hombre inteligente que era, decidió sucumbir a los encantos de Carla, un poco por amor propio, y otro tanto por curiosidad. Años después se dio el anunciado divorcio que sigue a toda confesión, y la puesta al día con los reproches mutuamente callados por años. Ricardo alquiló un departamento diminuto y ruinoso, y Patricia y los chicos se quedaron en casa. Aun después del divorcio, Patricia siguió amándolo, por todo lo que él era. Carla estaba con él, por todo lo que él hacía o podría llegar a darle. Patricia lo entendía y lo aceptaba, tan sencilla y complejamente como se lo hace cuando se ama. Carla lo quería, pero nada más. Y aunque Patricia algunas veces sintió lástima y dolor por él, y asco hacia ella, lo respetó siempre y lo recibió en su hogar. Ricardo siguió amando por siempre a Patricia, pero estaba embobado por Carla, sintió cada tanto lástima por sí mismo, y se sintió mucha veces como un extraño en su antiguo hogar. Patricia se casó de nuevo con Alberto, un hombre bueno que la amaba, los chicos crecieron y se fueron, y muchos años después, ella envejeció y murió queriendo, pero sin amar jamás, a su segundo esposo. Ricardo murió mucho antes que Carla, jamás se casaron ni se amaron el uno al otro. Carla en seguida conoció a Alejandro, un hombre casado también, pero esta vez ella sí l o amaba en verdad. Alejandro le mintió a Carla durante años, prometiendo vanamente que dejaría a su esposa para estar sólo con ella. Diez años después, Alejandro murió, dejando otro hogar incompleto, en el que nunca se descubrió la mentira, y una amante de más cincuenta años de edad, sola, sin esposo, sin hijos, sin hogar, y que no pudo saber jamás lo que es el sano y verdadero amor.






Ignacio M. Pis Diez Pelitti



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domingo, 26 de diciembre de 2010

Voy



Profunda profanación que se difunde en lo profundo de lo fundamental de la mente. Mental fundo de vasallas ideas protegidas por este fuerte, que son las vallas de los prejuicios que al juicio alteran, alternando en las aletas dorsales de las ideas que nadan entre la nada de mi mente avasallada. Mente entrenada para que no entre nada, pero lentamente, se derrite el fuerte metal del horno de fundición, abrasadora fuente, donde se funden las ideas en que se fundan mis miedos.
Miedos que hoy desparecen porque en medio del viaje, hallé el remedio que ha de curarme oportunamente. Nada es nuevo, lo bueno estuvo siempre, aguardando a que intrépido algún día yo entre a lo profundo del sueño a arrebatarle a la suerte, el amor que la vida me había negado categóricamente. He vuelto de las profundidades, y traigo conmigo, la firme certeza de que voy a tenerte.

De Ignacio Martín Pis Diez Pelitti





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viernes, 15 de octubre de 2010

La fuerza del saber



A los que salían a caminar bajo la lluvia se los detenía preventivamente, hasta tanto el Juez especializado en el fuero dictara sentencia.
Los castigos que se les imponían a los infractores iban desde una semana de detención, hasta prisión por muchos años, e incluso se los sometía a todo tipo de prácticas inhumanas.
Para efectivizar el control existía la Policía Hidráulica, cuerpo altamente capacitado en la captura de contraventores, con competencia y jurisdicción en todo el territorio de la ciudad en todo en cuanto a materia de faltas pluviales respectara.
Los efectivos de la fuerza vestían para una mejor comisión de sus funciones, vistosos y hasta mamarrachescos trajes recubiertos con plumas de ganso y aves afines, conocidas las mismas por ser capaces de rechazar mediante un raudo deslizamiento, cualquier tipo de líquido que entrase en contacto con sus aceitosas y especiales superficies.
Los palmipediformes acechaban en garitas estratégicamente dispuestas a tal fin, o se mimetizaban de incógnito en los zaguanes de las casas, esperando agazapadamente que algún aventurero o simplemente alguna víctima de la distracción, cometiera el error o dolosamente se dispusiera a contravenir la prohibición imperativamente estatuida en el artículo 1° del “Código de Faltas Urbanas de la Ciudad de Lluviamala.”
Semejante prohibición, aparentemente absurda, debía su razón de ser a las reiteradas y frecuentes muertes que se habían sucedido en el lugar durante los días posteriores a que lloviera. Como quienes morían eran aquellos que se exponían al contacto con el agua pluvial, los lluviamalenses asociaron las muertes a la lluvia, por razones de pura y primitiva lógica.
Lluviamala era una pequeña localidad perdida en el mapa y olvidada por todos, que debía su nombre a motivos que aquí no expondré a fin de evitar obviedades. Es por estas razones, que sus pioneros dirigentes, se vieron obligados a hallar con el transcurso del tiempo, las formas adecuadas de procurarse sus propios recursos y medios de abastecimiento. Por ello decidieron utilizar las pequeñas escuelas con que la Ciudad contaba, para impartir clases comprensivas de todo tipo de artes y oficios, tales como la horticultura, la carpintería, la cocina y la cría de aves.
Tal era la necesidad de supervivencia de los lluviamalenses, que con el devenir de los años y con el paso de una generación a otra, estas artes y oficios acabaron por ser el único y primordial contenido de todos sus programas de estudio, convirtiendo a los habitantes de la comunidad en perfectos ignorantes de todo aquello que no se refiriera a los modos de autosubsistencia y a la imperativa prohibición de salir los días de lluvia.
Fue así, en esas peculiares circunstancias, que Andrés y Martín, habitantes de la Gran Ciudad de Matamitos, dieron con el lugar un día que se extraviaron con su auto, al confundir el camino y dar fortuitamente con la estrecha senda rural que conducía a LLuviamala. Para colmo de males, el auto se había averiado por algún indescifrable y humeante desperfecto.
Andrés y Martín, médico e ingeniero respectivamente, creyeron en un primer momento encontrarse en una colonia de Menonitas, o simple y llanamente de imbéciles o demás cosas por el estilo.
El Alcalde lluviamalense los recibió temerosa pero amablemente, y les explicó brevemente la historia del lugar, y fue así que los dos hombres de la Gran Ciudad se enteraron del infundado temor que sentían hacia la lluvia aquellos ingenuos hombres.
La reparación del vehículo era imposible, nadie sabía de mecánica en aquel lugar. Andrés se comunicó con su teléfono celular con un mecánico de la Gran Ciudad que garantizó enviar un móvil de auxilio al día siguiente.
A nuestros semisabios les llevó el resto del día y toda la noche, impartir sus conocimientos a los habitantes de LLuviamala, pero finalmente lograron hacerles comprender que aquellas muertes se debían a la falta de recaudos y medicamentos que existen para prevenir y paliar los síntomas que la exposición a toda lluvia -la de cualquier lugar del mundo-, suele producir si tales medidas no son aplicadas.
Finalmente la grúa llegó en la tarde siguiente, y Andrés y Martín fueron auxiliados. El pueblo entero se acercó a despedirlos y no paraban de agradecerles el haber compartido sus conocimientos.
Los lluviamalenses les prometieron abrigarse, procurar mantener sus ropas secas, y tomar bebidas calientes y permanecer en reposo si llegaban a notar los síntomas tan bien explicados por los doctos hombres de la Gran Ciudad.
La Policía Hidráulica fue disuelta por Ordenanza Municipal, y en LLuviamala nunca más murió nadie a causa de la lluvia.
Desde aquel día nunca más llovió, las huertas se echaron a perder y en menos de un año, los lluviamalenses perecieron uno a uno a causa de la sed y del hambre.



Ignacio Martín Pis Diez Pelitti



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